Realidad con ficción

No sé cuándo a Hollywood se le subió el esnobismo a la cabeza y decidió que algunas películas debían acabar mal

Manuel Pedreira Romero

Viernes, 23 de junio 2023

Con una absoluta ausencia de pudor, con una compasión más falsa que los «never, never, never» de Florentino en verano, he seguido durante cuatro días las andanzas del submarinito que pretendía ofrecer a sus ocupantes la experiencia exclusiva e insólita de ver el Titanic con ... sus propios ojos, y ha terminado por proporcionarles una terrible muerte a cuatro mil metros de profundidad. En lo más hondo pero por todo lo alto.

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No sé cuándo a Hollywood se le subió el esnobismo a la cabeza y decidió que algunas películas debían acabar mal. Un moderno de la cosa debió llegar a los estudios de la Paramount, de la Warner o de la Twenty con el cuento de que los finales felices habían pasado de moda y de que el futuro del negocio pasaba por dejar al espectador mustio como uno de esos espárragos que se te olvidan al fondo de la nevera y cuando lo rescatas ya es un pingajo inservible.

El género de catástrofes, para más inri, se justifica y tiene su esencia en el final feliz. El libreto consiste, invariablemente, en meter toda la peste en un canuto, cuanta más mejor, para que en el último instante, cuando el canuto explota, en lugar de aparecer el esperado hongo atómico arrasador florece un radiante ramo de flores en forma de hazaña, tan inverosímil como necesaria para evitar el citado efecto de espárrago mustio. Y en este caso, ha sido tal el despliegue de recursos para el rescate como su repercusión informativa que en mi maltrecho entendimiento se ha mezclado realidad con ficción, carne y hueso con cartón piedra, y el trágico fin de la historia me ha pillado con el paso cambiado.

Durante cuatro días di por hecho que quien me estaba contando la historia era un James Cameron movido por la codicia y abrumado por la nostalgia de la película que le abrió de par en par las puertas del Olimpo. Mi alma ochentera fantaseaba también con la posibilidad de que fuese Spielberg quien se encontrara a los mandos y que en cualquier momento saldría del agua un muñeco con luciérnagas en los dedos susurrando «Elliot, Elliot, volvemos a casa». Pero nada de eso.

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La cuenta atrás de las horas de oxígeno ha sido un anzuelo aterrador ya que ha funcionado como una noticia que a su vez anuncia otra noticia y que a su vez anuncia otra y así en un juego de espejos interminable que ha predispuesto al espectador para uno de esos explosivos clímax retardados, solo comparable al que nos deparó la aparición del proyecto político de Yolanda Díaz. Al final, cinco vidas perdidas en el fondo del mar, una millonada estéril y una película con un final que ya conocemos. Y no es nada feliz.

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