Veíamos el partido en la tele de un bar cuando a mi equipo le pitaron una falta en contra en la frontal del área y en el último minuto. Horror. El argentino aquel las clavaba todas en el ángulo y no haría una excepción esta ... vez. Se mascaba el gol como se masca la tragedia un domingo sin fútbol. Mi amiga se percató de mi preocupación. De repente me había quedado más serio que 'El Viti'. Derrotado de antemano, hundido en la miseria, mi cara era un poema de César Vallejo, una canción de Enrique Urquijo, el rostro de un suicida.
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Devolví la mirada del suelo al televisor y ella miró en la misma dirección. El portero se afanaba en colocar la inútil barrera que solo serviría para acentuar la desgracia y la maravilla del golazo presentido. Entonces mi amiga tuvo una idea genial y disparatada. «Yo ficharía jugadores de más de dos metros y los pondría a los once en la raya de la portería, como un muro humano. Así no habría manera de que me marcaran un gol. Es más, no solo para esa falta, es que los dejaría ahí todo el partido», me soltó, resumiendo así, con una brillantez y una rotundidad inapelable, el sueño dorado al que siempre aspiró Javier Clemente y ahora el Cholo Simeone, pero que nunca cumplieron por falta de coraje y huevos, esos que siempre se les dieron por descontados.
Mientras llegaba lo inevitable, me entretuve en explicarle a mi amiga lo descabellado de su idea aunque, por dentro, algo me bullía diciendo que por qué no. La razón y el deseo librando su batalla, resuelta casi siempre para el mismo lado. La propuesta de mi amiga hacía aguas por muchos sitios. Era un queso gruyer. Si no se le había ocurrido a nadie antes, por algo sería. Era una solución demasiado obvia, demasiado esquemática para funcionar.
De chavea tardé en comprender por qué los gobiernos no combatían la pobreza por el sencillo método de imprimir billetes y más billetes, muchos, a punta pala, hasta que en todas las casas no quedara sitio donde guardarlos. Tardé pero lo comprendí. Ahora me toca comprender por qué las autoridades monetarias no paran de encarecer el precio del dinero, dejando las hipotecas al filo de lo imposible con el objetivo de bajar la inflación.
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Si no puedo pagar el aceite de oliva virgen extra, freiré los huevos con saliva, pero la hipoteca no es un bien elegible. Debo seguir pagándola. Miento, pude elegir un interés fijo y no jugar a la ruleta rusa que durante unos años me sonrió. También pude no comprar un piso. O atracar un banco. O fichar a unos cuantos tipos de más de dos metros.
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