Fui un cuatro ojos de chavea. Hasta mediada la EGB llevé gafas. Poca cosa. La clásica hipermetropía infantil que suele remitir con los años. Además, antes de pisar el colegio me diagnosticaron ojo vago, una cualidad que con los años abandonó la vista para extenderse ... al resto del cuerpo hasta apoderarse por completo de mi ser y de mi alma. Y ahí sigue en el trono.
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Pero volvamos a los ojos de los niños. Las gafas en la infancia constituyen un desafío para el zagal que las lleva, un examen para su carácter mucho más relevante que las divisiones con decimales o las oraciones subordinadas. Iba a decir que llevar gafas con ocho años es una putada, pero escrito del otro modo queda más fino.
El paso por el colegio marca la personalidad del adulto. Me atrevo a decir que, salvo excepciones, la define como ninguna otra etapa de la vida. Y en esas edades, la gordura y las gafas son la gasolina que mejor arde en las manos pirómanas de los acosadores. No sufrí, por fortuna, ningún tipo de hostigamiento por ser un cuatro ojos pero siempre fui consciente de que esa bala pendía sobre mi cabeza, dispuesta a ser disparada en cualquier oportunidad propicia. Quizás por eso extravié un par de gafas durante mi etapa escolar, con el consiguiente enojo materno por el dineral que costaba un nuevo paso por aquella óptica de la calle Mesones.
Los ojos hipermétropes del niño que fui leerían ahora con recelo y una pizca de rencor la medida aprobada esta semana por el Parlamento Andaluz, que llevará al Congreso un proyecto de ley que garantice la gratuidad de las gafas para los menores de 12 años. En vez de prohibirlas, las van a regalar, valientes idiotas, pensaría atónito aquel niño que pugnaba por librarse de las lentes a la primera ocasión.
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El chavea que ha dejado atrás el medio siglo de vida piensa distinto. Ha visto ya suficientes vídeos de mocosos estrenando sus primeras gafas, manoteando primero y después extasiados al contemplar por fin el rostro de sus madres, que es consciente de que llevar gafas es una bendición, un invento prodigioso por el que hay que estar agradecidos aunque salgan por un ojo de la cara.
Y ahí es donde hay que aplaudir hasta romperse las manos esta iniciativa surgida desde Adelante Andalucía y aprobada, oh maravilla, por el resto de grupos de la Cámara sin faltar ninguno.
Existe la pobreza visual, claro que sí, igual que menudea también la pobreza dental. Pero la peor, sin embargo, es la miseria moral. Y no hay que tener vista de lince para detectarla. La vería hasta un Fiscal General del Estado. Basta con limpiar un poco los cristales.
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