Crecimos los granadinos que empezamos a escondernos para mear hace cuarenta años escuchando una melodía en sordina sobre la progresiva pérdida de estatura de la ciudad. Nuestros mayores se afligían por la merma del poder de Granada y se hacían cruces por la desaparición de ... algunos de los bastiones que la identificaban como una joya de valor incalculable, joya que durante siglos había permanecido escondida dentro de un cajita guardada en un baúl arrinconado en el desván de una casa deshabitada. Los chaveas escuchábamos pacientes la retahíla de gemidos por el esplendor arrancado por las manos avaras de los poderosos o extraviado por una abulia ancestral. Al tiempo que interiorizábamos esa nostalgia inútil por un pasado que no habíamos conocido, nos sentíamos empujados a no repetir los errores de nuestros padres.
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Perdimos la Capitanía General, me decían, sin que un imberbe como yo fuese capaz de medir el impacto de esa privación para la ciudad. No comprendía el destrozo de que Granada dejara de ser cabeza de serie en el reparto de galones, estrellas de ocho puntas y sables cruzados en las hombreras. Pasaba por la plaza de las Descalzas y miraba taciturno la fachada del edificio sin saber exactamente qué tenía que añorar como buen granaíno. Pero añoraba.
Más nostalgia prestada me inspiraba escuchar la historia del tranvía de Sierra Nevada, cuya desaparición era otro de los quebrantos predilectos de los mayores de entonces. No me costaba imaginarme sentado en el vagón, ganando altura y divisando la nieve por el barranco de San Juan. No me costaba porque veía las fotos del tranvía reptando entre los riscos y porque después he caminado por esos túneles y he rozado muchas veces con mis manos los muros de las instalaciones abandonadas. La morriña por el tranvía era distinta, tenía una textura más lúdica y hasta romántica, nada que ver con la severidad que emanaban los uniformes perdidos. Los muros de mi patria chica se desmoronaban y así llegué a la edad adulta, consciente de que mi responsabilidad consistía en hacer lo posible por preservar el legado que nos define.
La vida no me ha colocado en un lugar preeminente, más bien lo contrario. Ni político, ni activista, ni referente social, ni agitador de conciencias. Sin embargo, hay un símbolo de Granada que no he dejado de defender con uñas y dientes y no me avergüenza confesar que esa empresa se ha llevado una porción considerable de mi hacienda. No es que no me avergüenza, es que llevo con orgullo el tiempo, el dinero y hasta la salud invertida en ella. Porque sin mi concurso y mi consumo sin tasa, no estoy seguro de que Cervezas Alhambra pudiese celebrar este año un siglo de vida. Feliz centenario, rubia de mi alma.
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