Tiempos sombríos a pesar de las luces de feria y la frívola alegría de escenarios que han enviado al ostracismo miradas y gestos de serena esperanza. Tiempos de provocación e insolencia que han exiliado el decoro de la discreción y la palabra de honor. Tiempos ... de mudez vergonzosa ante asuntos que no interesa definirse. Tiempos de confusión, conflicto y desconcierto. Tiempos de desalentadora y frágil democracia. Tiempos de repugnancia y traición. Tiempos libertarios. España, gravemente dividida en dos, ve cómo se están helando muchos corazones. ¡Qué tiempos desmemoriados! ¡Qué pena de memoria!
Demasiados silencios y evasionesme ante el estratégico olvido de las atrocidades que dinamitaron la Segunda República que pudo ser y no fue. Avisaba Azaña en 1937: «Se restaura un templo, un palacio, pero no un punto de la sensibilidad depurada, fugaz e inasible por su propia delicadeza». La decepción motivada por una rebeldía aliada del desacato con aires de violencia irracional viene de lejos. Una broma, tal vez en serio, nos revela el hartazgo de tres protagonistas de los años de la España prerrevolucionaria de 1931, narrada por el profesor José María Marco, especialista en la figura de Manuel Azaña. Cuenta que el político y periodista Araquistain organizó una comida, y durante la celebración de la misma mostró su simpatía por la dictadura «cuando conviene». Negrín intervino diciendo: «Se necesita una dictadura bajo formas y apariencias democráticas que haga posible la preparación del pueblo para el futuro». Y Azaña replicó: «Primo de Rivera ha desacreditado el sistema de dictadura». «¡Qué lástima!», apostilló sonriendo.
El doble lenguaje de hoy se mira en el espejo de ayer. «Usted mismo, Juan Negrín, no cree en lo que dice», le contestó Azaña al jefe del Gobierno en 1938. El binomio cansino «cordones sanitarios» se ha apoderado de la tribuna política expresando una interesada ambigüedad. 'El Socialista', órgano del partido, ya habla en 1931 de extender «un cordón sanitario que impida el acceso de los antiguos marrulleros a los municipios».
El presidente Azaña, «en el último documento oficial de la República», rechaza graves calumnias lanzadas contra su honor. En 'Apuntes de memoria' se refiere al «vasto clan de depravados», responsables de la pérdida del «prestigio, respetabilidad y la reputación de la República». También exteriorizaría su indignación por las «procacidades de Negrín» y las «coces de la Pasionaria». La esposa de Rivas Cherif, hermano de la mujer de Azaña, dijo: «De haber sido escuchado el presidente, la paz sería un hecho desde hace tiempo. Pero no se ha querido y no se quiere escucharle». Eran tiempos de diálogos imposibles. Y lo demuestra la reacción de Manuel Azaña cuando manifiesta que no quiere que lo instalen en Barcelona, pues «lo mejor de los políticos catalanes es no tratarlos».
No hay duda de que «la historia y la memoria son hermanastras». Se silencian o se reconstruyen hechos en función de las inclinaciones de quienes los relatan, y se ocultan o difuminan imágenes de paseíllos, ajusticiamientos, torturas, violaciones y profanaciones de sepulcros, monstruos de la tragedia civil española. ¿Quizás porque la perversidad gozaba de impunidad en una zona, o porque de algunas víctimas es responsable la historia, y de otras, gente con nombre y apellidos? Aquellas Cortes del Gobierno de Suárez, conscientes de que una chispa podía provocar pavorosos incendios, desde la congruencia moral de la política sellaron la paz y enterraron ignominias con lápidas de ejemplar silencio, por amor a España que, herida, supura rencor estos días. Vecinos de Amer (Gerona) desinfectaron las calles tras la visita de Inés Arrimadas. Si, como dijo el historiador Judt «muchas sociedades, no solo la nuestra (la de EE UU), han perdido confianza en los últimos treinta años sobre la interpretación de su pasado», ¿será fiable mañana la interpretación de nuestro presente?
El célebre discurso de Azaña pronunciado el 18 de julio de 1938 en Barcelona concluye con la familiar y subyugante trilogía inspirada en Montaigne «paz, piedad y perdón», dirigida a todos los compatriotas. Tal súplica grabada bajo la cruz en la lápida de su sepultura es de plena actualidad. No necesita intérpretes, sí memoria viva y honesta. Los españoles que derramaron su sangre con la sonrisa y el perdón en los labios desean imitación, no palabras. Pedir perdón a la España de ayer es muy fácil, lo difícil es hacerlo a la España de hoy que debe ser lugar de concordia y mausoleo de reconciliación principalmente para quienes la amaron de verdad. Azaña, que confesó tener una «memoria insoportable», se arrepintió de sus errores, como quienes en el atardecer de sus vidas, responsables de las causas de aquella monstruosidad, abominaron de la traición, los saqueos, los incendios, los juicios sumarísimos, las checas, los indiscriminados derramamientos de sangre, las demoníacas venganzas personales.
La Ley de la Memoria Histórica para muchos españoles es un desatino pues ha resucitado el odio. Sin embargo está el reto de la paz, la piedad y el perdón. 'La velada en Benicarló', hito literario de Azaña, nos muestra una lúcida reflexión en forma de mensaje sorprendente y dignidad encomiable que se debería tener en cuenta: «Si en los preliminares de la República, su advenimiento hubiese dependido de mí, a condición de sumergir a España en una guerra espantosa, me habría resignado a no ver la República en toda mi vida».
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