El llanto debe terminar en elogio, «para luego», como dijo el poeta. Esta vez es por Manuel Arroyo-Stephens, escritor y editor (1945-16 de agosto de 2020)
andrés soria olmedo
Granada
Miércoles, 23 de septiembre 2020, 00:39
El llanto debe terminar en elogio, «para luego», como dijo el poeta. Esta vez es por Manuel Arroyo-Stephens, escritor y editor (1945-16 de agosto de 2020). De él puedo decir tranquilamente que fue una figura decisiva para mí muchos años antes de conocerlo. ... Terminé Filología Románica el año en que murió Franco, y de estudiante me conté –nos contamos– entre los primeros en recibir en nuestra periferia ansiosa los libros de su editorial, Turner. Por ejemplo: 'Cruz y Raya. Antología'. Selección y prólogo de José Bergamín (1974), Constancio Bernaldo de Quirós 'El espartaquismo agrario andaluz', con prólogo de Luis Jiménez de Asúa (1974), Rafael Alberti: 'Imagen primera de…' (1975), José Bergamín, 'La música callada del toreo', (1981), Arturo Soria y Espinosa 'Labrador del aire' (1983). Y en paralelo, los facsímiles de revistas: 'Octubre. Escritores y artistas revolucionarios'. Madrid, junio-julio 1933 - abril 1934, Madrid/ Vaduz, 1977, 'La Gaceta literari' Madrid/Vaduz, 1980. En el estupendo volumen de narraciones 'Pisando ceniza' (2015) Arroyo-Stephens cuenta los avatares de novela picaresca que justifican la presencia de la capital de Lichtenstein en el registro bibliográfico de estos facsímiles, y las vidas sombrías y extraordinarias de un puñado de tipos del mundo de los libros.
Volvamos un momento al lector de veinte años, hace cuarenta y cinco: podría extenderme sobre cada uno de esos títulos, cada uno de esos facsímiles de la biblioteca del 36 –y sobre decenas de otros que no cabe nombrar aquí– porque eran tesoros, retornos de un mundo que la dictadura franquista nos había vedado, que necesitábamos conocer y administrar para nuestro futuro y que iban llegando en el momento justo. Dios sabe si hemos conseguido transmitir aquel futuro al de los jóvenes. Aun deformado profesionalmente por haberme dedicado a ese mundo, quiero –estoy seguro– hablar en plural: fuimos muchas las personas que se alimentaron de aquellos libros, de aquellas prosas, de la España que traían, hurtada, escamoteada por el franquismo, las que por tanto le debemos una gratitud que me atrevería a calificar (me hago yo solo responsable del vocablo para que nadie se moleste) de patriótica.
Mucho después llegué a conocerlo y a experimentar su generosidad extrema. Viejo amigo de mi mujer, nos acogió en su casa de la costa mexicana del Pacífico, y después de la tragedia que tuvo lugar allí, en el DF y en otros lugares, como la tumba de José Alfredo Jiménez que visitamos en su pueblo, Dolores Hidalgo.
Arroyo era apasionado. Con todas sus consecuencias. Entre otras cosas: de los ingleses (era medio inglés), de sus hijas Trilce y Elisa, de los jóvenes (mis hijos incluidos, con atención inolvidable para ellos), de Bergamín, del toreo –Rafael de Paula–, de México y su música (él fue quien redescubrió y rescató para el arte a Chavela Vargas), del flamenco (llevó a México a Rancapino padre), de la música contemporánea (amicísimo, cuate, de Mauricio Sotelo). De la música y de la literatura. No hace ni dos meses fuimos a oír a Igor Levit e Ian Bostridge invitados por él. Un mes antes se sentía con fuerzas para acompañarnos en Granada.
Ya lo ha invitado el tilo de 'Viaje de invierno' a descansar a su sombra. Pero nosotros lo echamos de menos.
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