Se han pasado cuatro días de otoño los que se denominan líderes mundiales dando paseos por la ONU y discursos desde la tribuna de su Asamblea General. Cada cual buscando sus diez minutos de gloria que les reportase bien mantener el prestigio, bien no terminar ... de perderlo. El caso es que ninguno ha podido evitar aludir a la democracia, definirla, calificarla y elogiarla, dándole su particular significado al término y llenando el aire de circunloquios de pretendida brillantez. Desde Sánchez a Milei, de Biden a Bukele, todos se han dado al deporte de manosear el concepto y moldearlo a las necesidades de sus políticas domésticas, sin el más mínimo rubor y con la única limitación del turno de palabra. Nada nuevo en el horizonte de este primer cuarto de siglo.
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El problema de abusar de las palabras es que éstas se desgastan y el cascarón vacío en el que se convierten termina por llenarse de cualquier cosa menos de significado propio. Hacer discursos sobre la democracia y pretender sentar doctrina en el foro de la civilización mundial debe ser agotador para la moral de quienes los pronuncian, a poca conciencia que se tenga de la situación del país al que se representa.
Hablar sobre la libertad de expresión, mientras se está legislando para censurar los canales de comunicación libres de control gubernamental, debe producir cierta molestia.
Adoctrinar sobre la independencia de los poderes públicos del Estado, consciente de que controlar a jueces y magistrados ha sido objetivo del Gobierno que se preside, cuando no acosarlos u ofenderlos desde el Parlamento y las televisiones por encontrar incómodas sus resoluciones, ha de provocar cierta incomodidad al orador.
Defender la soberanía popular como eje fundamental de la democracia, semanas después de proclamar que se pretende gobernar el país sin el concurso del poder legislativo porque la mayoría del Parlamento es contrario a la voluntad del presidente de gobierno, por fuerza ha de ocasionar alguna duda mental.
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Alabar la igualdad ante la ley como principio fundamental de toda democracia, mientras se maquinan leyes que permitan la impunidad de prófugos criminales a cambio de apoyos para gobernar, se retuerce el Tribunal de garantías constitucionales para lograr que sus resoluciones provoquen la nulidad de sentencias condenatorias contra políticos del mismo partido que gobierna, se pactan acuerdos con secesionistas declarados para privilegiar económicamente a unos ciudadanos frente a otros a cambio de apoyos para seguir en el poder, se beneficia a los afines en el reparto de los caudales públicos mediante mecanismos oscuros de aparente legalidad, se subvencionan instituciones y actividades inútiles para lucro de los que hacen propaganda del gobierno o se administra el erario público para asfixiar a los territorios que no les proporcionan votos, saber todo eso, debe forzosamente provocar cierto titubeo.
Encomiar la democracia como sistema inspirador de progreso económico, mientras cuatro millones de pobres deambulan por el país que se gobierna, políticas temerarias incitan al consumo inmediato despreciando el futuro, se acusa a la riqueza de ser culpable de la pobreza, se estigmatiza la propiedad como generadora de desigualdad incentivando su usurpación como ejercicio de legítimo derecho, se empobrece a la ciudadanía aumentando la deuda pública con el fin de mantener la sensación de falso bienestar, se socializan las pérdidas de los banqueros pero se privatizan sus beneficios, los políticos se garantizan su comodidad empleando el dinero de los ciudadanos, eso, con todo eso en la conciencia, la lengua debe pegarse al paladar por puro reparo.
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Alardear de democracia como mecanismo garante de desarrollo social mientras se inventan problemas culturales desde el adanismo irresponsable, se desprecia el pensamiento fomentando la tecnología, se infantiliza a la población retrasándole la madurez que pudiera hacerles críticos, se confunde el género con el sexo para generar discordias interesadas y gratuitas, se trasviste la propaganda política para disfrazarla de cultura, se insulta a la dignidad fomentando la muerte como solución y evitar dedicar presupuestos a paliar incertidumbres o sufrimientos, se criminaliza el odio para poder perseguir las conciencias, se resucita el derecho penal del enemigo para poder controlar la disidencia, por eso, al menos por todo eso, debería vacilar el orador.
En la vergüenza que provoca esta farsa, esta santificación de la mediocridad, es necesario el consuelo de alguna certeza, de una firme convicción que nos eleve sobre este barrizal y nos salve la conciencia. Volver a donde sea necesario para recuperar la decencia y la palabra.
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Pericles alzó su voz hace casi dos mil quinientos años. La democracia apenas si había cumplido cincuenta, pero la Atenas de ese momento era ejemplo y modelo de civilización política y su concepto aún no había sido mancillado por políticos profesionales, santones sin ideología ni pensamiento propio, expertos en gestionar partidos, medrar para lograr votos, hacerse con el poder y confiscar patrimonios. Pericles murió en la creencia de haber conseguido el mayor logro político de la civilización y probablemente así fue. Por eso ahora es necesario recordarlo, aunque sólo sea para sentir por un instante la misma grandeza que sintieran quienes pudieron oírle decir: «En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia… Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con otros…, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir».
Con esa convicción en el alma, quién no estaría dispuesto de nuevo a conquistar la Arcadia.
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