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Miradas de mujer

Detengámonos en la mirada de la mujer moderna. Observo la afición de la mujer televisiva a ocultar su ojo izquierdo con el velo de sus cabellos lanzados desde la cabeza con displicencia y elegancia

josé maría becerra hiraldo

Granada

Lunes, 6 de julio 2020, 00:53

La Biblia recoge un poema amoroso en ocho cantares, donde se exalta el amor entre hombre y mujer, o entre el alma y Dios, o entre la Iglesia y Jesucristo. Esto da pie a sendas interpretaciones literal, o espiritual o profética del texto sagrado. Como ... filólogo me quedaré en la primera. Y me circunscribiré al amor que siente el pastor ante la mirada de la pastora. Puede entenderse así la mirada bíblica de la mujer. El amante se fija en los ojos de la amada que parecen palomas posadas en las cárcavas de las paredes al carasol, y se fija en la cabellera, como un rebaño de cabras que descienden del monte Galaad (sigo aquí la traducción de la Biblia de Lockman). Comienza el amante a alabar la belleza de la amada por los ojos, las ventanas de la belleza o torpeza del alma interior y por donde dos personas más se comunican y se enciende el ardor. Al hablar de palomas, comenta fray Luis de León las características de las palomas 'tripolinas' que se criaban en Israel: ojos fogosos y brillantes que lanzan llamas. Estos ojos están tras el velo de la cabellera que parte de ella cae sobre la frente y los ojos: «los dos ojos entre sus cabellos, algunos de los cuales, desmandados de su orden a veces, los encubrían, con su temblor y movimiento le hacían parecer que echaban centellas de sí como dos estrellas. Y siendo, como se dicen ser, los ojos hermosos, matadores y alevosos, dice graciosamente el amante que, de entre los cabellos, como si estuvieran puestos bajo velo, le herían con mayor fuerza y, más a su gusto, hacían más ciertos y más seguros sus golpes». Además, dice que la amada le robó su corazón «con uno de los sus ojos» y «con un sartal de su cuello». La tradición hebrea entiende que se trata de la costumbre de las mujeres de, al salir de casa, llevar cubierta la cabeza con un velo, dejando solamente descubierto un ojo y un resquicio para ver por donde andar. Áquila y los Setenta hablan de trenzas postizas que le caían por delante, y no de collares.

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