La vida, la muerte, el alma y su destino, nuestro cerebro, el amor, el universo; aquello, inexplicable, que nos pasó, la plenitud, la belleza, la perfección, la desaparición de los neandertales…, son un misterio. También lo son la poesía («mientras haya un misterio para el ... hombre, ¡habrá poesía!» que escribió Bécquer en su Rima IV), la música callada, la soledad sonora, la Trinidad, la Gioconda de Leonardo da Vinci, y tantas y tantas cosas. Cada persona es un misterio. Cuando hablamos de misterio nos referimos a una cuestión que no es accesible a la razón. Hay misterios que la inteligencia humana no puede alcanzar. Pero hay otros que, aunque el hombre no pueda comprender, sin embargo es consciente de que está ante una realidad que existe. Sin embargo tengo la impresión de que estamos perdiendo de algún modo el sentido del misterio, la necesidad de apreciar su pulsión, tan intrínseca a nuestra naturaleza humana, que hace que nos embelesemos por lo secreto, por aquello que no se puede entender, por lo que no tiene explicación. Como escribió Carmen Martín Gaite: «Nada podrá descubrir quien pretenda negar lo inexplicable. La realidad es un pozo de enigmas». San Agustín lo dijo: «Ni yo mismo comprendo todo lo que soy». Si fuéramos capaces de entenderlo todo o de explicarlo todo, la vida sería tediosa, carecería de interés, de perspectivas, de ilusiones. Dejaría de ser una vida verdaderamente humana, porque habría desaparecido el misterio. Cuando a algo le perdemos interés porque se nos han descubierto todos sus intríngulis, decimos: ¡anda, esto ya no tiene misterio! Y si pensamos en cosas misteriosas, nada es más misterioso que el hombre, que a pesar de sus esfuerzos por darle un sentido al mundo, este es un lugar que va más allá de nuestro entendimiento, algo inagotable.

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Y es que para verdaderamente sentirnos vivos, para proyectar y percibir toda nuestra esencialidad, la metafísica de la existencia humana, la necesidad de trascender, necesitamos estremecernos, inquietarnos, experimentar esa estética de la incertidumbre (que tan intrínseca fue a Javier Marías), atravesar la puerta del enigma, debatir con lo que se nos oculta. Cuando olvidamos indagar en el misterio, en los enigmas de las cosas, cuando lo incomprensible lo sustituimos por un fútil camelo, cuando no queremos o no podemos, porque hemos atrofiado nuestra actitud, reconocer lo inefable, adentrarnos en lo incomprensible, en lo sorprendente, caemos en la vulgaridad, en la trivialidad, en la astracanada. La inanidad sustituye al escalofrío, a la emoción, a la incertidumbre, al asombro, a la fascinación,… a la libertad. Sin misterio queda solo el sometimiento consciente o inconsciente a la rutina, a la inercia. El misterio de la vida no es un problema con el que haya que lidiar, sino una realidad que hay que experimentar. Nos salva de una existencia roma y desalmada, de un mundo abocado a no tener más estremecimiento que el que produce el miedo. Tratar de alcanzar el misterio es algo fascinante, es la sal de la vida, aun sabiendo que siempre será un horizonte inalcanzable. Por eso el misterio es maravilloso, es la fuente de todo arte y ciencia verdaderos. De momento tengamos en cuenta que como dijera Oscar Wilde, el principal misterio del mundo es lo visible, no lo invisible.

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