Frente a los portales tradicionales, con su carga de ternura y de inocencia, hay otros belenes broncos, montados por quienes desayunan leche de hiena bizca
Esteban de las Heras
Sábado, 21 de diciembre 2019, 23:45
ontar el belén es una actividad polifacética, que va desde el desgarro y la bronca hasta el brillo de la inocencia asomada a los ojos de los más pequeños de la casa. Es desvarío o confianza, y puede venir con un puñal bajo la toga ... o con un camino de serrín. Todo depende de quién lo monte y qué belén se monte. Porque se siguen montando los belenes de figuritas de barro o –¡tierra, trágame!– de plástico. Todos ellos con el portalillo que acoge a la familia inmigrante venida de Nazaret, sus pastores en torno a la lumbre donde se cuece una sopa de maimones, el ángel que se descuelga nadie sabe de dónde, una lavandera de manos encallecidas restregando la ropa junto al río de papel de plata, el viejo molinero, el burro de la noria, los soldados romanos custodiando el castillo del bruto Herodes, ovejas y corderos y lo que usted quiera poner. Este es el belén que con más o menos gloria, con más o menos gracia y con más o menos buen gusto, se sigue montando en muchos hogares desde que a San Francisco de Asís, el ecologista aquel del hermano lobo y la hermana abeja, se le ocurrió la idea de montar el portal en una cueva cercana a la ermita de Greccio, en Italia. Esta moda de los belenes, que tuvo su época dorada y barroca en Nápoles, la trajo a España Carlos III. Y este belenismo es el que se quiere declarar patrimonio inmaterial de la humanidad, lo que sería digno de celebrarse si se consigue. Aunque no sé si nos estamos pasando con tanta declaración, porque quien mucho abarca, poco aprieta. En los últimos años hemos metido en la lista de Patrimonio Cultural Inmaterial la dieta mediterránea, la fiesta del fuego del solsticio de verano en los Pirineos, la cetrería, las Fallas de Valencia, el arte de construir muros en piedra seca, las tamborradas, la fabricación artesanal de la cerámica de Talavera y alguna actividad más que se me escapa. Pero tras este somero repaso, y vista la lista, se puede argumentar que el belenismo tiene gancho suficiente para colgarse de esta nómina.
Decía antes que hay muchas formas de montar el belén, porque frente a estos nacimientos, pesebres o portales tradicionales, que contienen una carga de ternura y de inocencia, están esos otros belenes broncos, que montan quienes desayunan leche de hiena bizca y sestean entre la ignorancia y la maldad. No sé si se debe al cambio de hábitos alimenticios o al entontecimiento que produce en el cerebro la comunicación a través de las redes, pero están creciendo como cardos en cuneta y no hay tarde en la que no te topes con media docena, como mínimo, de tipos de este pelaje. Sea por lo que sea, lo cierto es que el más lerdo hace relojes de madera y el más necio monta un belén por un quítame allá esas pajas, o incluso sin pajas, solo por le necesidad de darse a conocer como miembro con carnet de gilipollas expedido por la Sociedad Filantrópica de Zopencos Reunidos (SFZR). Pues bien, estos jamelgos son especialistas en montar el belén –o el pollo– allá por donde pasan y donde posan. La fiesta de Navidad viene a ser un caldo de cultivo propicio para su reproducción. Sobre todo la cena en familia. Ahí es donde los miembros de la SFZR, compuesto mayormente por cuñadas y cuñados, alcanzan el clímax y consiguen que la alegría salga por la ventana y la bronca se instale entre los familiares políticos, con lo que la cena termina como la Vía Layetana de Barcelona tras el paso de los CDR. El Eclesiastés dice que todo tiene su momento oportuno, que hay «un tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír». Pero como la Bíblia ya no la leen ni los evangélicos, no podemos pedir a los que se han instalado en la bronca gratuita y la necedad permanente que sigan estos consejos y dejen un tiempo para reír, para divertirse, para charlar sin prisas cara a cara. No hay peor mal que la soberbia de los ignorantes, y de estos vamos bien servidos. Su número es mayor que el de las cabezas de gambas que se van a chupar en todos los hogares españoles durante estas fiestas.
En la confianza de que el próximo martes la noche de paz deje algún poso, voy a olvidarme de momento de esa legión de mendaces ceporros, que ladran mientras cabalgamos, y voy a ponerme hoy delante de la tele para ver cómo reaccionan los afortunados con los premios de la Lotería. Es apasionante porque sale lo mejor y lo peor de cada individuo y, sobre todo, porque viene a confirmar que el puñetero dinero es el motor y la meta de esta sociedad huera y artrítica. Como lo era –querámoslo o no– en tiempos de Vespasiano: «El dinero no huele»; como en el decadente Siglo de Oro de Quevedo: «Madre, yo al oro me humillo, / él es mi amante y mi amado…»; como lo es en nuestros días cuando la ambición desmedida mete a Bárcenas y otras hierbas en el talego, o saca de su amado barrio de Vallecas a Pablo Iglesias para llevarlo a su casoplón de Galapagar. El oro, siempre el puñetero oro, la mosca, el parné, la pasta, la tela, el taco en el bolsillo… «billetes como para asar una vaca» de los ERE andaluces.
En fin, que para que en mi belén no se monte la marimorena, me conformo con un 'puñao' de gambas para chuparles la cabeza, con su cadmio incluido, como manda la tradición, y con desearles a mis lectores que tengan una feliz Navidad y que nadie les monte el otro belén.
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