La muerte doble de la Pascua triste
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Los abuelos se van en silencio, con el insoportable dolor de la soledad como infame consueloSecciones
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Los abuelos se van en silencio, con el insoportable dolor de la soledad como infame consueloNi un beso lanzado desde lejos, ni una mano apoyada en su ataúd. Se van los viejos solos camino del olvido. El Gobierno no quiere tener tiempo para contar el número de muertos. Le cuesta admitir la evidencia de la mala gestión y del desastre. ... Solo ha guardado un minuto de silencio en el Congreso forzado por las circunstancias. Se están yendo los abuelos definitivamente, después de aquella primera despedida cuando en la tarde triste de un domingo les dijeron: «Verás que bien vas a estar, abuela, con tanta compañía. Tus pañitos de crochet serán la envidia de las demás». Y ella, tapando su amargura con una sonrisa, les fue abrazando a todos: a aquellos cuerpos que ella había parido y a los hijos de sus hijos. Al día siguiente, arrastrando su maletilla y con el bolso al hombro, marchó a la residencia. Allí ha estado con las demás enhebrando atardeceres con puntadas temblorosas; revolviendo recuerdos con gente que nunca había visto antes. Atrapados por el coronavirus, les llega la guadaña de la parca y se van en silencio, con el insoportable dolor de la soledad como infame consuelo. En su viaje postrero, sus cuerpos peregrinan por tanatorios y palacios de hielo esperando convertirse en polvo y en ceniza.
Hoy es domingo de Pascua, la celebración cristiana de la resurrección, la promesa de la vuelta a la vida eterna. Qué ironía. La Pascua de Resurrección, la Pascua Florida, es hoy una Pascua triste. Pero en aquel tiempo sin horas de la infancia era una fiesta grande, la más dulce, porque manaba la vida de la madre tierra y los jilgueros se arrullaban en los olivares. Venía con la primavera, tan suave como la brisa del céfiro y tan breve como el primer amor de juventud; casi un suspiro, entre las últimas escarchas de marzo y las primeras rastrojeras de san Juan. El campo se peinaba con largos linios verdes de trigales a punto de encañar. Tiempo de alegría y esperanza, que se abría con el continuo repique de campanas el Sábado de Gloria; a primera hora de la mañana ya se agolpaba la chiquillería en el pretil de la iglesia, asomada para ver la procesión del Encuentro y lanzar pétalos de la flor del espino al paso de los pasos de la Virgen y el Hijo, entre el piar nervioso de las golondrinas. Con experto ojo de águila, los abuelos oteaban la sementera que prometía, a Dios querer, una buena cosecha y volvían satisfechos a su casa.
Esos abuelos fueron los últimos que presidieron las cenas familiares y la celebración del almuerzo del cordero pascual como hiciera el pueblo elegido desde tiempos de Moisés. Ellos y sus esposas cerraron el largo ciclo del patriarcado –matriarcado, más bien porque fueron ellas las que mantuvieron hasta el final esas costumbres–. Vinieron luego los viajes a la playa y los atascos de regreso el domingo de Pascua. Un domingo que ya no era grande, sino tedioso y bronco por las caravanas. El de hoy tampoco es día grande: es la Pascua triste de la muerte doble.
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