En muchas de nuestras acciones que consideramos generosas o altruistas, se encuentra una motivación interna que podría interpretarse como egoísta. Necesitamos sentirnos útiles, y al ayudar a otros, involucrarnos en causas o cuidar a nuestra familia, obtenemos una sensación de propósito y satisfacción. Esto nos ... lleva a preguntarnos: ¿dónde termina el altruismo y comienza el interés personal? Aunque muchas veces hacemos el bien por amor a los demás, en realidad también lo hacemos por nosotros mismos.
Publicidad
El placer en el acto de darnos ofrece una recompensa emocional, nos sentimos valiosos, admirados o reconocidos. Esto genera una reflexión inquietante: ¿acaso nuestras acciones, incluso las más nobles, están motivadas por el egoísmo? ¿Existe un momento en que nuestras acciones dejen de ser egoístas y trasciendan propio nuestro yo?
Dar, ya sea tiempo, dinero o cariño, produce satisfacción personal. Esta recompensa es natural, ya que seguimos una intuición amorosa que nos guía hacia lo que es importante para nosotros. Sin embargo, surge la duda: ¿puede coexistir este placer con una auténtica intención de hacer el bien?
Eric Fromm, en su obra 'El arte de amar', plantea que incluso el amor más desinteresado, como el amor maternal, puede tener elementos de posesión y control. El amor, según Fromm, requiere esfuerzo y disciplina, y debe estar libre de expectativas o deseos de recompensa emocional. Sin embargo, alcanzar este nivel de desapego es difícil. Las emociones están siempre ligadas a nuestras acciones.
Publicidad
Tocamos aquí una verdad incómoda: incluso cuando actuamos por amor, siempre hay algo de interés personal. Desde cuidar a nuestra familia hasta sacrificarnos por una causa, nuestras acciones responden a nuestra necesidad de sentirnos bien con nosotros mismos. ¿Es posible actuar desinteresadamente? Tal vez cuando no somos conscientes de lo que estamos haciendo, cuando el bien se hace «a través de nosotros» y no «por nosotros». Pero esos momentos son raros. La mayoría de nuestras acciones, por más altruistas que sean, llevan una dosis de interés propio.
Esto no invalida el acto de hacer el bien, pero sí nos invita a reflexionar sobre nuestras verdaderas motivaciones. ¿Hasta qué punto nuestras acciones, incluso las más altruistas, están guiadas por el deseo de gratificación personal? Hacemos el bien porque queremos sentirnos bien, porque buscamos pertenecer o ser reconocidos. Esto no anula el valor de nuestras acciones, pero nos desafía a ser conscientes de nuestras intenciones.
Publicidad
Fromm sugiere que el amor maduro no es una transacción de dar y recibir, sino una expresión de nuestro ser más profundo. Amamos porque podemos, no porque esperamos algo a cambio. Este amor maduro no busca llenar un vacío, sino que es una extensión de nosotros mismos. Sin embargo, la necesidad de ser necesitados a menudo nubla esta distinción. En la vida cotidiana, nuestras acciones parecen altruistas, pero muchas veces responden a esa necesidad de reconocimiento.
Incluso en la caridad, donde el objetivo debería ser ayudar, encontramos satisfacción personal. Esto es humano, pero nos lleva a preguntarnos si es posible llegar a una caridad completamente desinteresada. Tal vez el bien más auténtico ocurre cuando no somos conscientes de hacerlo, cuando permitimos que el bien suceda a través de nosotros, sin que nuestro ego interfiera.
Publicidad
Un ejemplo de esta tensión entre caridad y egoísmo me lo contó una amiga que trabajaba como voluntaria en un comedor social. Al principio, su motivación era puramente altruista: quería ayudar a los más desfavorecidos. Pero con el tiempo, notó que tras cada acto de servicio se sentía increíblemente bien consigo misma, llegando a sentir orgullo, como si su dedicación la hiciera una mejor persona.
Reflexionando, se dio cuenta de que gran parte de su satisfacción venía de su propia necesidad de sentirse útil y valorada. Aunque seguía ayudando a los demás, reconoció que el voluntariado también le devolvía una validación personal. Este ejemplo muestra cómo, incluso en actos aparentemente desinteresados, el ego juega un papel importante.
Publicidad
Esto no significa que su ayuda sea menos valiosa, pero sí la hizo más consciente de sus motivaciones. Le permitió trabajar en intentar que su ego no fuera el protagonista de sus acciones. Al final, esta reflexión sobre caridad y egoísmo nos lleva a una verdad incómoda: casi nunca damos completamente sin esperar algo a cambio, aunque sea una sensación de satisfacción personal.
El desafío radica en cultivar una actitud de generosidad que, aunque reconoce nuestras necesidades emocionales, no se ve dominada por ellas. Puede que nunca logremos un amor completamente desinteresado, como sugiere Fromm, pero ser conscientes de nuestras motivaciones ya es un paso importante. Amar y dar de manera auténtica implica un esfuerzo constante por dejar que el bien fluya a través de nosotros, sin que el ego se apodere del proceso.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
El Diario Montañés
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.