Un océano de palabras
Tribuna ·
Los libros han resistido en su diseño original desde hace cinco siglos. Hoy sufren el asedio de las últimas tecnologías y de los nuevos hábitos asociados a ellasTribuna ·
Los libros han resistido en su diseño original desde hace cinco siglos. Hoy sufren el asedio de las últimas tecnologías y de los nuevos hábitos asociados a ellasEl rey de Egipto, Señor de las Dos Tierras, ha enviado sus emisarios a recorrer los caminos de Grecia, escalando montañas y vadeando ríos, sorteando bandidos y ciudades asoladas por la peste, navegando de isla en isla bajo la furia del sol o las tormentas, ... a la caza de una presa astuta y silenciosa que el monarca desea con «impaciencia y dolorosa sed de posesión». Libros. Buscan libros para la Gran Biblioteca de Alejandría, donde el rey sueña con reunir todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos.
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Con el aliento seductor de un relato de aventuras y el lirismo de una voz que nos narra al oído, comienza ese ensayo luminoso, 'El infinito en un junco', de Irene Vallejo, que desde su aparición, más de un año atrás, se ha convertido en un merecido éxito de ventas, de críticas entusiastas y acaparador de todos los premios posibles.
La obra es un prodigio de belleza literaria y de erudición sin pretensiones. Un trabajo riguroso de investigación escrito con el hechizo de una contadora de fábulas sobre el nacimiento de los libros en el mundo antiguo que la autora, filóloga clásica y novelista, transforma en un viaje fabuloso por los albores de la escritura, las primeras bibliotecas y esa forma misteriosa y espontánea en la que «el amor por los libros forjó una cadena invisible de gente que, sin conocerse, ha salvado el tesoro de los mejores relatos, sueños y pensamientos a lo largo del tiempo». Desde las narraciones orales a los escribas y copistas, del papiro y el pergamino a las recientes tecnologías de luz, herederas de las primitivas tablillas de barro, y desde la colosal biblioteca de Alejandría, rebosante de papiros, al saber de todas las bibliotecas contenidas en internet.
En el devenir de la humanidad, las invenciones y costumbres sufren quebrantos, evolucionan, mudan o desaparecen. Los libros han resistido en su diseño original desde hace cinco siglos. Hoy sufren el asedio de las últimas tecnologías y de los nuevos hábitos asociados a ellas. La lectura honda y calmada de un libro, en la que obviamos el tiempo, ha sido desafiada y sustituida por el convulsivo picoteo de gallináceas que vamos haciendo aquí y allá, en aplicaciones móviles, redes sociales, o en los infinitos laberintos de las redes informáticas. Más que aprendizaje, o historias sólidas, que exijan una atención sostenida y paciente, se opta por el «haber escuchado algo», o el «tener una ligera idea». Suplimos la verdadera formación y cultura con un fisgoneo obsesivo a las noticias y a la información que, interesadamente, otros nos incitan a leer en las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos.
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Ilustres enamorados de los libros y del saber han dado razones sobradas, hermosas e inspiradoras para defender la lectura y sus muchos aprovechamientos. Si bien cualquier día es propicio para cultivarla, el calendario de festejos señala el 23 de abril como oficial para fomentarla, y para homenajear al libro y a los autores.
«El libro es, sobre todo, un recipiente donde reposa el tiempo. Una prodigiosa trampa con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron esa condición efímera, fluyente, que llevaba la experiencia del vivir hacia la nada del olvido», nos dice el bueno y juicioso Emilio Lledó.
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Leer para ser más de lo que somos. Para mirar más allá del breve horizonte que alcanzan nuestros ojos. Para sentir más de lo que podemos con el latido de un solo corazón. Para atesorar y compartir conocimiento y sabiduría. Para adquirir más clara conciencia del mundo, de quiénes somos y de quiénes podríamos llegar a ser.
Leer sin una razón clara, o hacerlo hasta perderla, como el infortunado Alonso Quijano, a quien, «rematado ya su juicio», dio por hacerse caballero andante y pasar a llamarse, tras ocho días de mucho pensar, don Quijote de la Mancha.
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Leer para soñar y para hacer realidad esos sueños.
Leer para irnos muy lejos, y para quedarnos en lo más íntimo de nosotros mismos.
Contra los malos augurios de los profetas del desastre, contra las hogueras, la revolución digital, la censura, o la barbarie, siempre habrá ojos que quieran dialogar, sosegada y silenciosamente, con la verdad y la belleza que habita en las palabras, escritas en una hoja de papel, en un junco del Nilo, o en un rayo de luz.
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