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Dentro de la carrera interminable de infamias políticas inauguradas por la izquierda reaccionaria como modo de supervivencia desde el 15-M, hace pocos días se ... logró un hito de difícil superación, cuando en sede parlamentaria se abroncó a un diputado al atreverse a hablar de corrupción siendo ¡sobrino! de Rodrigo Rato. Fue la acreditada inútil de Hacienda, que no contenta con haber arruinado Andalucía, ahora se dispone a dejar el país en coma financiero inducido; es llamativo, eso sí, la campaña en defensa del acento andaluz que se orquestó por el chovinismo susanista cuando se constató la dicción tan lamentable de la también portavoz del Gobierno. No se podía criticar a Montero porque era despreciar a los andaluces. Ahora, empero, el truco va más allá, y sí se puede censurar a un político de la oposición por ser, simplemente, familiar de un corrupto.
Claro que esto de los apellidos no quedó aquí, y unas horas más tarde salió el maletero de Delcy, a la sazón ministro del palillo en los dientes y autopistas, criticando que a la actual presidenta de Madrid se le llame por sus dos apellidos, algo intolerable. Afortunadamente, aclaró Ábalos Meco, España no es Madrid, y le faltó decir que a este paso solamente se tolerará la existencia política de aquellos que tengan 8 apellidos socialistas; de aquí para abajo todos serán sospechosos de ser herederos del franquismo o testaferros en diferido de la Gürtel, único caso de latrocinio partidista en España, con Bárcenas como señuelo interminable para los intensos del puritanismo público.
Esta campaña electoral madrileña me ha recordado las que yo fui viviendo cuando estaba dentro del partido socialista. Hasta tal punto de que me parecen ya tediosas las precampañas y molestas las campañas oficiales, al haberse convertido el proceso electoral en un circo aun más grotesco que la habitual vida política, con los insoportables debates televisados como tortura Premium de una teledemocracia asilvestrada, aunque cuando Sartori escribió sobre esto no se conocía todavía el estilo Sálvame. Recordemos que hasta hace poco se pretendía obligar por ley a todos los partidos a participar en debates antes de las elecciones, como si esto fuese una condición vital para que el sistema democrático fuese purificado. Yo, sin embargo, prohibiría por ley los debates televisados, con tal de proteger, si aun se puede, la poca dignidad estética que pudiera quedarle a nuestros políticos actuales.
Con el tiempo, uno llega a comprender la diferencia entre valor en lo que se dice e interés por donde se está. O lo que es lo mismo, aquellas personas que aportan un prestigio a donde van y aquellos que el único prestigio del que pueden presumir es el de las siglas de su partido o el cargo público que le regalan. ¿Cuántas de las actuales élites pueden presumir de que son ellos los que aportan valor a su partido y no viceversa? Aquí está una de las claves de la depreciación de los políticos y del proceso de 'salvamización' de la política. ¿Quién sería Largo Sánchez sin haber parasitado las siglas del PSOE o a quién le importarían los esperpénticos discursos de Irene Montero-a-e si no fuese ministra del Gobierno?
Luego, eso sí, todos piden su minuto de gloria en la tele, ese famoso cierre de oro donde se juegan todo su 'prestigio' con una arenga sentimental ensayada durante días delante del espejo y de los infumables asesores que se ganan la vida embruteciendo aun más a sus asesorados. Tras el debate, todos a votar en las encuestas y a inundar las redes de mensajes prefabricados. En esto han convertido las campañas electorales. Solo queda que para las próximas Generales moderen el circo-debate Jorge Javier Vázquez y Carlota Corredera, con preguntas obligadas sobre la docuserie de Rociíto.
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