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Habíamos quedado en que nos ocuparíamos de los árabes; de los presuntos árabes granadinos o nazaríes. En primer lugar hay que precisar que la invasión ... del año 711 fue obra de los bereberes norteafricanos dirigidos por un grupo de árabes semiorientales. Y la conquista por ellos del resto del territorio peninsular, más fue en busca de riquezas y mujeres que de territorios, a lo cual se plegaron los escasos indígenas peninsulares hartos del dominio godo, a cuya tarea colaboraron, como es sabido, las numerosas juderías hispanas agobiadas por esos mismos godos. Fue un paseo militar, desde el 711 al 719, a lomos de la caballería goda, pues los invasores llegaron sin caballos ni mujeres. Los hispanos –y los escasos grupos godos– no pusieron la menor resistencia ni interés a los extranjeros. Véase, al efecto, a García Moreno. No ocuparon casi nada, salvo el bajo valle del Guadalquivir, pero lo sometieron todo. En esa situación llegó un omeya árabe, Abderramán I, que se hizo dueño de aquella situación anárquica y estableció un Estado sin ocupación del país, salvo Córdoba y aledaños, sometiendo al resto mediante esporádicas razias de saqueo frente a la pasividad de los indígenas que continuaron sometidos bajo el estatus de respeto a su ancestrales costumbres y religión, incluido el idioma, mientras los abderramanes, en Córdoba, creaban un foco cultural y político con más artificio que cimientos, transformando su fantasmagoría en un califato occidental.
Así, en un paréntesis estático –a pesar del 'abderramato' o califato–, permaneció la península y prácticamente toda Europa, hasta que el año mil, milagrosamente por obra y arte de san Benito y el monacato con sus frailes, resucitó toda Europa, incluida Hispania, con la aparición del Cluny y el Cister, la caída de Almanzor –sepultado en el infierno, según su epígrafe mortuorio–, haciendo saltar por los aires un califato que resultó ser solo de bambalinas. Comenzaron a llegar francos a la península con la buena nueva, y los indígenas comenzaron a recuperar la energía y la esperanza, y el territorio patrio, de norte a sur, culminando la resurrección con la toma de Toledo el año 1012.
Se trataba del despertar del indigenismo hispano romano alimentado por la sangre recién llegada de Europa y sus frailes y guerreros: el románico y el gótico, los mitos, las apariciones, los milagros...
La música llegó enseguida a al-Andalus, el territorio más sujeto al dominio musulmán, que aunque continuaba con su cristianismo 'sui generis' y sus obispos y su latín degradado y sus baños, cementerios y costumbres de antaño. Al ser sometidos a una operación de capitación, mediante la cual quien se hiciera musulmán o mahometano –no árabe– no pagaría impuestos, imitando por inercia y necesidad social buena parte de la corrompida aquí lengua árabe, degradada, coloquial y a manera de dialecto. Eso hizo que muchos indígenas se vistieran la chilaba por escapar a esa presión. Pero las llamadas angustiosas de miles de granadinos por el año mil y después a Alfonso VI, de Toledo, y a Alfonso 'el Batallador', de Aragón, solicitó el rescate de sus personas aunque fuera mediante la emigración a sus reinos, demuestra bien claro que los indígenas granadinos, hispano-romanos, continuaban viviendo con la esperanza de la liberación del yugo islámico, que no árabe, por sus hermanos cristianos del norte.
Superado el año mil, esa población andalusí caída al yugo califal de Almanzor, se alza en rebeldía contra el poder extranjero de los musulmanes, y ahí surgen los reinos de Taifas, una sublevación indígena que la morisma dominante no puede sofocar, por lo que tuvieron que pedir la ayuda de los almorávides y los almohades, bereberes de los desiertos occidentales africanos, que enseguida acudieron en su ayuda para sofocar el problema.
Fueron cuatro los movimientos Taifas sucesivos, primero abortados por los almorávides, y después por los almohades, hasta que la derrota de estos en las Navas de Tolosa por Alfonso VIII, permitió la supervivencia del cuarto reino de Taifas indígena, que fue el nazarí granadino, hispano romano, pero ya transmutado, por los almorávides y almohades, culturalmente con un revestimiento urbanístico mínimo –solo la ciudad granadina–, de orientalismo recreado por esos almorávides y, sobre todo, por los almohades. Fueron estos últimos los auténticos transformadores de la Granada hispano romana en la otra de vestimenta oriental, aunque el resto del territorio andalusí quedó casi intacto en sus hábitos y urbanismo. Pero no tanto la religión y la lengua, ya que los almorávides, y más los almohades, feroces e intransigentes, se encargaron de destruir los residuos cristianos ya muy degradados, mientras se afanaban en construir murallas y alcazabas, esas que hoy se ven, así como las nuevas mezquitas sobre lo templos enhiestos hasta entonces, sobre todo los dedicados a santa María la Mayor, imponiendo paralelamente la lectura del Corán, a la vez que alumbraban, la época de mayor y mejor cultura oriental que ha conocido este reino nazarí, a pesar de su analfabetismo casi total.
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