Es poner el pie en un aeropuerto e invadirme la sensación de haber entrado en una vida diferente. No sé si mejor o peor, pero desde luego distinta a la que vivo más allá de sus muros, en casa, en la calle, en un bar ... o en el trabajo. Para ser exactos, no es la vida lo que cambia, sino yo. De repente, un sentimiento de euforia más o menos disimulada me domina. Puede que sea la expectativa del viaje o el glamour inevitable que siente alguien como yo –que apenas sube un par de veces al año a un avión– cuando pasea por esas tiendas donde venden cartones de tabaco inmensos, botellas de brandy gigantescas, frascas de aceite con tamaño de garrafa y tubos de Mentos de dos metros.
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Todo es grande en los aeropuertos. Los pasillos, los baños, las escaleras mecánicas, las librerías. Hasta el personal parece agrandado por una hormona desconocida que solo mantiene su efecto mientras dura el tránsito por la terminal. Todo el mundo deja atrás la miseria, la camuflada sordidez de su existencia. El primero yo. Según entro en un aeropuerto, mi poder adquisitivo se dispara varios puntos por encima de la inflación y no me parece caro el botellín de agua de tres euros ni la baguette de jamón de nueve. Paseo (diría que llego a flotar) por las tiendas con la misma displicencia de la mujer de un Rajá despreciando joyas en la plaza Vendôme. Miro las pantallas y me da igual que mi vuelo no vaya más allá de Barcelona o París, porque fantaseo con destinos inabordables como Bangkok, San Francisco o Cartagena de Indias. Cualquiera resuena en mi cabeza con ecos electrizantes y misteriosos. Viajes al otro confín del mundo que comienzan igual que el mío, allí, en la tienda de perfumes libres de impuestos a la vera de una puerta de embarque. Me sobrecoge pensar que el tipo que acaba de lavarse las manos a mi lado en el baño puede estar veinte horas después en un embarcadero de Melbourne, listo para salir a pescar truchas, rezando en una pagoda de Kyoto o apuntando a la cabeza de un fulano en un suburbio de Medellín... mientras yo paseo por la plaza de Sant Jaume plácidamente, como un turista más, practicando la sedición incluso, si total, ya no pasa nada.
Por fortuna, nunca he ido a un aeropuerto a coger un vuelo para despedir a un ser querido o para otro trance presidido por la angustia. Ni vuelo noventa veces al año como una de mis hermanas. Mi relación con los aeropuertos es mágica. Y les doy las gracias por llevarme a tantos sitios a los que nunca llegué.
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