Un periodista tiene en sus manos la reputación y el prestigio de los ciudadanos a quienes se refieren sus informaciones. Armado de verdades, de maldades, o de ambas cosas, puede destruir el nombre de un hombre, de una familia, de una empresa o de todo ... un pueblo. Debe, por tanto, extremar el cuidado con el material que maneja, verificar todos los detalles y asegurarse de contemplar todos los puntos de vista antes de dar el paso de publicar una historia, un paso que puede ser irreversible.
Los abogados, en su mayoría, trabajan menos con la reputación de sus clientes que con su hacienda. Un paso en falso, un disparo legal en la dirección incorrecta, una estrategia errónea o incluso un escrito mal argumentado puede mandar al desagüe una cantidad ingente de pasta. Y la pasta una vez perdida resulta muy difícil de recuperar. Su obligación, por tanto, radica en poner todo su talento y su experiencia al servicio del asunto que lleva entre manos, contemplar todas las alternativas posibles, minimizar eventuales daños y ser franco con el cliente cuando en el horizonte pinten bastos.
He hablado de estas dos profesiones porque son las que más conozco, pero afirmar que esas pautas de actuación son extensibles a cualquier ocupación es una perogrullada del tamaño de una catedral de las grandes, pongamos la de Sevilla. Sin embargo, hay una profesión en la que esos patrones de actuación han de rozar la excelencia a diario, cuando no lo milagroso. O eso al menos es lo que esperamos cuando nosotros o uno de los nuestros se pone en manos de un médico, de un enfermero, de cualquier sanitario.
El barro con el que trabajan todos los que llevan bata es la vida humana, el único tesoro que necesitamos conservar para que todo lo demás, la reputación, la hacienda y los sueños de las noches de verano, sea posible. Los médicos no son dioses, aunque a veces lo parezcan o aunque algunos de ellos lo crean. Son hombres y mujeres que dedican sus vidas a cuidar de los demás, a sanarlos cuando aparecen las goteras, a regalarles más vida allí donde la desolación y la muerte han puesto sus huevos. Merecen, si acaso más que nadie, nuestro respeto y nuestra admiración, un reconocimiento que durante la pandemia explotó en aquellos aplausos emocionantes e inolvidables desde los balcones.
En todo esto pienso cuando leo que unos salvajes han agredido salvajemente a varios trabajadores del hospital de Motril. Y se me ocurre pensar en que fuese yo el médico al que le tocara atender al familiar de los agresores una vez terminada la trifulca. Y entiendo por qué nunca se me ocurrió dedicarme a la medicina.
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