En una especie de ejercicio de pensar globalmente y actuar localmente, en estas elecciones tenemos que decidir quiénes queremos que nos arreglen las calles, que ayuden a nuestras iniciativas culturales, que velen por nuestros traslados por la ciudad, o la seguridad de nuestros pasos, pero ... también quiénes nos van a representar en el lejano parlamento que reúne a los pueblos de Europa. Espero que la excusa del cansancio de votar no se le pase por la cabeza a nadie, porque tampoco es para tanto y, como suele decirse, nos jugamos mucho en ambos comicios.
Hoy me van a permitir mis fieles lectores que les anime a reforzar nuestra condición de europeos de pleno derecho y les recuerde que si no fuera por la UE muchas cosas fundamentales que damos por hechas, porque forman parte de nuestras vidas, simplemente no existirían, y estaríamos muchísimo peor de lo que considera nuestra tendencia autodestructiva.
Pienso a menudo en lo difícil que es construir y lo fácil que es destruir, cuánto entusiasmo se necesita para conseguir metas y sin embargo, para perder lo logrado apenas basta un poco de desinterés al principio, luego un escepticismo paralizante y ya por fin el nihilismo absoluto. Que es lo que dicen las encuestas sobre la indiferencia ciudadana ante los temas europeos y los crecientes movimientos que denotan la incapacidad de las ciudadanías para unirse ante problemas comunes que infantilmente creen que solos los países aislados y por su cuenta van a ser capaces de resolver.
Dentro de lo imperfecta que es toda obra humana, la idea de Europa, o mejor, el ideal europeo ha entregado a millones de ciudadanos muchas, muchas cosas buenas y algunas malas, pero el balance ha sido positivo desde el principio. Se han cometido errores, claro que sí, pero eso no invalida al proyecto complejo y difícil, pero felizmente plasmado.
Tienen que regresar a Europa aquellos primeros anhelos de los llamados 'padres', pensadores, políticos, los que se afanaron en unir a las naciones que se habían destrozado mutuamente en la Gran Guerra de 1914, los que, aunque trataron de impedir la segunda guerra mundial, no se rindieron y siguieron construyendo la paz. Algunos de esos personajes se recuerdan, como Jean Monnet, que da nombre a cientos de cátedras de derecho europeo, y en cambio otros han sido casi olvidados, como el conde Coudenhove Kalergi. Fueron unos visionarios idealistas que soñaron con una Europa moderna y unida. Ahora, que parece que de lo único de lo que somos capaces de hablar es de dinero, pienso que deben regresar las ideas, los valores, la cultura, el pensamiento, lo que nos une a los europeos, no lo que nos separa, lo que construye un destino común.
Me gustaría pensar que en el próximo parlamento europeo habrá muchas personas así, con el espíritu de los inicios, dispuestas a devolver la esperanza a los que la hayan perdido. Y que se sientan apoyados por nuestros votos.
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