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Nati no es Humphrey Bogart en Casablanca. No puede permitirse ese malditismo romántico de las películas y las novelas en las que el personaje se ... alimenta de su propia tristeza. Donde el vaso de alcohol es un mero trámite para que el transcurso del tiempo horade más las heridas del alma. La historia de Nati es real. La de Ricky es el sueño de todos a los que, por lo menos una vez, se nos extravió la sonrisa de nuestra particular Ingrid Bergman. Al imitar esa mirada turbia y el rictus de amargura nos engañábamos en la creencia de que éramos más hombres. Y unos tipos duros como el pedernal. Novelerías.
Nati tiene una tienda de comida casera. Dos hijos. Y un cáncer de mama que no le hizo -aparentemente- ninguna mella. Acaso porque otras preocupaciones le impedían mirarse el pecho. O dolores antiguos la llevaron a confundir los avisos del tumor con los aguijonazos de las penas. Su niño fue absorbido por las drogas. Un viaje que suele ser sin retorno. Trece años en los que a veces ha prevalecido la desesperanza. Es muy larga una década sin la seguridad de un final feliz. Con la certeza de que cada mañana sólo promete el inicio de otra batalla que ya se creía librada y enterrada.
Iba en el viaje de la mano con su hija. Indesmayable como su madre en una competición de fortaleza recíproca por averiguar si el amor fraternal es capaz de igualar al maternal. Lo visitaban en la cárcel con el mismo brillo de los ojos que se les supondría si en lugar de compartir una merienda de bollería industrial en un módulo terapéutico, estuvieran despreocupadas de vacaciones. Hasta que un derrame cerebral la apartó del alimón con su madre. Los toreros valientes -rehúso que sea por efecto de la adrenalina- no se miran la herida cuando la asta del toro les abre el muslo, sino que se enrabietan. Nati cogió otro capote de brega, se pegó al miura y se fue al platillo de la plaza.
No le he preguntado si brindó la faena o se cagó en los putos muertos del destino. Si hay justicia divina, sonará la banda de música para confirmar la recuperación de su hija y la oportunidad de seguir teniendo días para combatir por su hijo.
Yo también he deseado ser Bogart sin más amigos que la soledad, el humo o la noche. Mera pose. Esos perdedores dignos en su derrota que no suplican compasión, sino que la desdeñan, peticionarios tan sólo de un espacio privado donde no ser molestados, gozan de mi comprensión y simpatía. Porque quizá alguna vez todos y cada uno de nosotros nos hemos sentido como ellos.
Brindo, pues, por los perdedores que mantienen la cabeza alta sin pedir ayuda. No obstante, reservo mi admiración para Nati. Las cornadas de la vida no pudieron tumbarla ni una sola vez en el hule de la enfermería de eso que llamamos existencia. Aquellos perdedores sirven para la literatura. Nati, que no lo es, para el ejemplo.
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