El 2 de enero de 1492, lunes nublado en Granada, poco antes de las tres de la tarde, las tropas españolas venidas desde el campamento ... de Santa Fe formaron en batalla al final del Violón, junto a la ermita de San Sebastián –entonces morabito–, en lo que era un arenal junto al Genil. Se dispusieron a lo largo del espacio que hoy ocupan la pequeña arboleda y la dura explanada entre el río y el recostado dinosaurio de piedra verde del Palacio de Congresos, sitio desde el cual divisaban bien la Alhambra, allá en su colina, como desprendida del cielo.
Espingarderos, ballesteros, lanceros o jinetes con atavíos de brocado, vigilaron y protegieron en ese lugar la pactada ceremonia de entrega de las llaves de la ciudad a los Reyes Católicos por Boabdil, el último rey de los nazaríes. Cristóbal Colón estaba entre los testigos. Poco después, desde ahí, mirando hacia el castillo rojo, las filas españolas contemplaron cómo los adalides del grupo de compatriotas que durante la madrugada habían tomado pacífica posesión de los palacios, alzaban la cruz en la torre de la Vela y hacían ondear al viento de enero los pendones reales y de Santiago, mientras que un heraldo pregonaba: «¡Santiago, Castilla, Granada por los muy altos señores don Fernando y doña Isabel, rey y reina de España que han ganado esta ciudad!».
Momento en el cual, entusiasmados gritos de júbilo estallaron entre los nuestros por el fin de la Reconquista y recuperación total del hispano territorio, perdido ocho siglos antes; Granada retembló atronada por cañonazos de alborozo, y un testigo presencial de lo acontecido, en carta dirigida al obispo de León, fechada en ocho de enero, escribió lo que sigue: «Crea vuestra señoría que fue el más señalado y bienaventurado día que nunca jamás en España ha habido».
Estos magnos acontecimientos, de trascendencia histórica universal, que acontecieron en Granada, al parecer no merecen una placa conmemorativa que, en el lugar apropiado, bellamente, dignamente, con espíritu magnánimo, los rememore y los señale.
La muy antigua lápida que hay adosada al muro del mediodía de la ermita de San Sebastián, que mal que bien alude a estos hechos, además de plagada de errores («viernes, 2 de enero», cuando era lunes; '714' como año de la invasión musulmana, cuando fue el 711, etc.), es de muy dificultosa lectura, exhibe manchurrones, desconchones o quebraduras, y el paseante apenas puede acercarse a ella cuatro horas a la semana.
Pero no sólo echamos de menos este señalamiento, sino muchos otros cuya dolorosa ausencia, o bien descuido y deterioro en los que ya existen, nos está hablando de una generalizada insensibilidad e indiferencia por lugares, personajes o espacios históricos, de los que tan rica es nuestra ciudad.
Muy cerca, ante el Alcázar Genil, al pie de la estatua que cariñosamente homenajea al rey Boadbil, las letras de la broncínea inscripción se han por completo borrado, velado, esfumado, evaporado, desvanecido, ausentado…, o alguien se las ha llevado. No se ven, no se leen, están pero no están, y no se sabe qué pone allí, si es que algo pone. Es cosa de mucho asombro y perplejidad observar el bronce con sus fantasmagóricas letras informativas u homenajeantes, que ni informan ni homenajean, porque se han evanescido en el aire del abandono.
Lo mismo o similar se puede decir e ironizar sobre las lápidas que, en las fachadas de lo que fueron sus viviendas, recuerdan, perdón, mejor dicho no recuerdan, porque apenas resaltan ni se pueden leer, a Martínez de la Rosa en la calle de las Tablas, a Eugenia de Montijo en la de Gracia, o a Mariana Pineda en la del Águila.
No sabemos con certeza, por remodelaciones y obras posteriores, en qué número actual de San Pedro Mártir nació Ángel Ganivet: tal vez el 13, tal vez el 15…, pero es inaudito, y nos duele, que ni siquiera una placa de cerámica granadina –bella, visible, legible, concisa, propia– recuerde el nacimiento en dicha calle de tan grande escritor.
Como nos duele que nada conmemore dos recintos que dieron a generaciones de granadinos enormes tardes de emoción, de pasión, de ilusión, de divertimiento, y también de decepción, y aun de luto, pero que permanecen arraigados a la memoria colectiva de la población. Porque la diversión y la fiesta, y la distracción, también forman parte, también son historia, ¡y de la buena!, de las ciudades.
Ni una placa conmemorativa, ni un monolito, ni una indicación, ni nada de nada recuerda el espacio en que se ubicaba la vieja plaza de toros del Triunfo, a la izquierda de los actuales jardines del mismo nombre, según se sube, donde un tiempo estuvo el colegio de los salesianos, pero actualmente se alinean feos, impersonales bloques de viviendas y la cripta de Fray Leopoldo de Alpandeire. El viejo coso donde en 1934 el toro Estrellito segó la vida de Atarfeño; donde Lagartijo y Frascuelo, y tantos otros, dieron emocionantes tardes de gloria, tampoco es merecedor, según parece, de que un pequeño hito recuerde que tan histórico recinto estuvo plantado allí.
Y nada conmemora, para nuestra estupefacción y rabia, el lugar en que se encontraba el viejo estadio de los Cármenes, en la carretera de Jaén, segada su memoria por la guadaña del olvido más sañoso. El viejo rectángulo, en cuya hierba el Granada Club de Fútbol tantas veces nos emocionó y protagonizó en los años setenta del siglo XX sus mejores temporadas, tampoco es digno, según vemos, de un precioso, amoroso, agradecido señalamiento que tantas bonitas tardes y noches y mañanas de ilusión, camino del estadio, o ya en sus gradas, nos incite a revivir.
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