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Estanterías cubiertas de libros. Nocito
Los que me precedieron

Los que me precedieron

Crónicas granadinas ·

Tito Ortiz

Granada

Domingo, 19 de junio 2022, 01:05

Mucha es la responsabilidad de ser cronista de esta ciudad de nuestras entretelas, pues cae sobre la criatura humana designada todo el peso de la historia –que en nuestro caso no es poco–, el bagaje cultural de sus gentes, la belleza de su paisaje y la actividad creativa y estudiosa de su paisanaje, así que no es cuestión baladí el hecho de que a uno le tiemblen las piernas cuando es nombrado. Un asunto éste que trataré de llevar a cabo con todas las fuerzas de que dispongo e intentando no ser deudor de la historia cuando para el que escribe caiga el telón, que todo llegará tarde o temprano.

Quiero seguir el ejemplo de aquellos que me precedieron en el ejercicio de tan alto honor, y por eso hoy viene a mi memoria aquella tarde de mi adolescencia, cuando con mis ahorros me acerqué a la librería 'Almendros' y pude comprarme –por fin– aquellos dos tomos de 'Los Anales de Granada', de mi admirado Francisco Henríquez de Jorquera, nacido en Alfacar agonizando el siglo XVI, y que dejó para la historia, la belleza de nuestra vida a lo largo del siglo XVII. De él aprendí que un buen cronista no es el que desempolva libros antiguos y los plasma en negro sobre blanco, a veces incluso sin citar las fuentes, lo que en periodismo decimos: «Fusilar un libro».

Tampoco es un buen cronista, quien visita las hemerotecas o archivos de toda índole, publicando lo que otros ya dejaron patente hace años. Esa puede ser una actividad muy loable para el entretenimiento, pero dejaría huérfano de razón de ser al cronista, porque lo que de verdad debe hacer, y le será demandado por las generaciones venideras es dejar constancia escrita de cómo es la Granada actual y sus gentes, para que pasados los años, aquellos que quieran saber cómo éramos entonces, tengan un fiel reflejo de nuestro paso por aquí. Desde mi punto de vista, la misión del cronista es ser notario de la actualidad y dejarla a disposición de los estudiosos venideros, porque si yo me dedico ahora a pavonearme de mis conocimientos sobre la Granada de hace siglos estaré hurtando a la historia la actualidad de nuestros días.

También lo fueron

Y llegado éste momento, déjenme rendir público homenaje a algunos granadinos ilustres que para mí fueron excelentes cronistas de la ciudad. Aunque nunca fueron nombrados como tales. Empezando por Ángel Ganivet, aquel hombre culto y dinamizador de las letras en Granada, que antes de decidir unilateralmente decirnos adiós, nos dejó escritas joyas irrepetible de nuestra historia, reflejando la actualidad de su tiempo en nuestra tierra. 'Granada La Bella' o 'El Escultor de su Alma', nos dan todas las referencias necesarias para conocer y entender la Granada de su época y su posición al respecto. Esa es labor de un gran cronista de la ciudad, sin necesidad de nombramiento.

Las innumerables tardes que pasé junto a Marino Antequera, mientras íbamos realizando nuestro trabajo de críticos de arte, de sala en sala, él para IDEAL y yo para Patria, me dieron la oportunidad de conocer a otro cronista de la ciudad sin nombramiento, de cuyos conocimientos me fui nutriendo y enriqueciendo. Mientras me confesaba que el secreto de su longevidad era la ingesta diaria de sales de magnesio, y no haber hecho gimnasia nunca, me hablaba de nuestra Granada, su historia y sus gentes, con la sapiencia que le daban los años y su vastísima cultura. Me confesaba entre risas: «¡Niño, yo no he corrido nunca, ni para coger el tranvía!».

Mis jornadas matutinas, antes de que apretara el sol con Enrique Villar Yebra me enseñaron cada rincón de esta ciudad. Mientras él iba dibujando el paisaje a plumilla de nuestra tierra, para su posterior publicación en IDEAL, me contaba la historia de cada calle, de cada casa y carmen albaicinero, y yo me iba empapando de todos sus conocimientos. A mediodía era visita obligada al restaurante antiguo de 'Los Manueles' en la calle Zaragoza, donde mi amigo del colegio Ángel González guisaba el arroz con carne más rico de los contornos, y el bueno de Manolo, el camarero de toda la vida, nos lo servía en un cubilete de aluminio, como era tradición de la casa. De pie en la barra, te ponían un plato, traían el arroz en su recipiente, y te lo volcaban como si fuera un flan. Jamás lo he visto servir así en ningún sitio. Por la tarde, nueva sesión con Enrique por Granada, ensayo de saxofón en el Centro Artístico, y cena en 'El Sota' del Realejo, consistente en tortilla francesa y vaso de leche. Después de eso, yo llegaba a mi casa con toda mi Granada en la cabeza.

Piropos a Granada

Sabida es mi incapacidad para la poesía. Dios no me llamó por ese camino, y en los pocos intentos que he tenido, el resultado de la creación poética, ha sido de fracaso estrepitoso. Por eso me hice acompañar siempre de la amistad de dos personas, que a modo de cronistas sin nombramiento han piropeado a Granada con acierto y brillantez. El primero fue mi compañero y maestro en tantas cosas, Rafael Gómez Montero, cuyo poemario sobre Granada, el Albaicín, el Sacromonte y la Alpujarra, hace ya necesaria una edición recopilatoria, donde encontrar toda su obra diseminada en periódicos, libros y fascículos de la revista 'Calle de Elvira'. El otro fue Miguel Ruiz del Castillo, 'Miguelón', que acarició como pocos esta tierra y su paisaje. Tuve la suerte de compartir con ellos, vida y vinos, que no es poco.

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