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El precio de la generosidad

La realidad suele demostrarme que la mezquindad y la falta de empatía y cuidado hacia los demás prevalecen. Sin embargo, de vez en cuando, me encuentro con un testimonio que me hace pensar que, a pesar de la evidencia, siempre hay alguien

edurne portela

Sábado, 19 de noviembre 2022, 22:29

Siempre hay alguien dispuesto a tender la mano, a dejarse llevar por la compasión, a permitir que la empatía guíe sus actos. Incluso en las peores circunstancias, siempre hay alguien. A veces me creo esto que acabo de escribir. La mayoría del tiempo no, no ... porque no quiera, sino porque la realidad suele demostrarme que la mezquindad y la falta de empatía, el comportamiento interesado y egoísta, la falta de cuidado hacia los demás, prevalecen. Y, sin embargo, de vez en cuando me encuentro con un testimonio o una anécdota que me hacen pensar que, a pesar de la evidencia, siempre hay alguien. Esto no significa que ese 'alguien' sea un ser de luz o eso que llaman 'una persona sin tacha'. Los ángeles no existen, hasta la persona más bondadosa tiene su lado oscuro. Las memorias de Marie Jalowicz Simon dan fe de ello. Las editoriales Errata naturae y Periférica han publicado conjuntamente 'Clandestina' (traducción de Ibon Zubiaur), las memorias que Marie Jalowicz Simon dicta a su hijo Herman Simon poco antes de morir. 'Clandestina' es un testimonio extraordinario sobre cómo se vivió la guerra y la inmediata posguerra en Berlín, particularmente desde el punto de vista de una joven judía que desde 1942 pasa a la clandestinidad para sobrevivir. Junto con los diarios de Víctor Klemperer (Galaxia Gutenmberg, 2022), a los que ya dediqué en este espacio una reflexión, las memorias de Jalowicz Simon aportan un punto de vista excepcional sobre la supervivencia en medio de la persecución más atroz, no solo en el momento de las deportaciones masivas en plena guerra, sino desde las primeras prohibiciones antisemitas en 1933 y, sobre todo, desde las leyes de Núremberg de 1935. Esas primeras disposiciones afectaron directamente a la familia de Marie, entonces apenas una preadolescente. Su padre tuvo que dejar de ejercer su profesión –era notario– y su madre murió poco después, en 1938, de un cáncer posiblemente agravado por las circunstancias. La familia extensa fue cayendo en la pobreza y la desesperación; algunos consiguieron huir, otros, la mayoría, fueron deportados y desparecieron en algún gueto o campo de exterminio. Marie y su padre perdieron todo paulatinamente: casa, ingresos, vínculos sociales, hasta que Marie fue reclutada en 1940 como trabajadora forzosa en una fábrica de Siemens (sí, esa famosa marca de electrodomésticos fue esencial para el esfuerzo de guerra nazi). Su padre falleció en 1941. Marie tenía diecinueve años. A su alrededor el mundo se desmoronaba porque también, en ese momento, comenzaron las deportaciones masivas a los campos de concentración del este que pronto se convertirían en campos de exterminio. Para entonces Marie ya intuía que deportación era sinónimo de muerte.

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