Andrés Ollero
Sábado, 23 de marzo 2024, 23:08
No me resulta fácil llevar la contraria a un admirado columnista del que soy asiduo lector. Si me considero obligado a hacerlo es por coherencia. Hace ya casi treinta años que dediqué unas decenas de páginas a defender lo contrario y no encuentro motivos para ... cambiar de opinión. La razón me parece sencilla. Cuando uno asume un alto cargo, recibe con ello un notable depósito de confianza ciudadana. Si en razón de ello ha de elegir colaboradores, no puede hacerlo a ciegas, o movido por compromisos de partido; porque está transfiriendo a otros la confianza que en él se ha depositado. Esto fue lo que me llevó a ocuparme de las llamadas responsabilidades políticas, concepto de escasa tradición en la política española; a diferencia de lo que suele ocurrir en ámbitos anglosajones o germánicos. Por aquellos días estaba en plena efervescencia el acoso terrorista y había surgido, como reacción, el problema de los GAL con el caso Marey como muestra emblemática. Surgió la polémica a la hora de identificar al señor X como posible responsable político de la cuestión. No faltaron por aquellos entonces ejemplos de buen hacer, desgraciadamente insólitos, como el del ministro socialista Antonio Asunción, que no dudó en dimitir, al verse tangencialmente involucrado en el caso Roldán.
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«Responsabilidades políticas y razón de Estado» tuvieron como título aquellas páginas. Sin duda, el empeño terrorista estaba envileciendo las discrepancias políticas y poniendo en riesgo al Estado. Un Estado que se autoproclamaba «social y democrático de derecho»; lo que llevaba consigo que, en su defensa, no todo valía. Apelar al Estado como una presunta razón legitimadora de cualquier desafuero queda fuera de lugar.
El burladero al que más de un responsable del asunto se acogía era el de la presunción de inocencia, derecho sacrosanto de cualquier ciudadano. El problema es que un responsable político no ha de considerarse un ciudadano cualquiera, como tampoco podrá siempre hacerlo en defensa de su honor o su intimidad. La presunción de responsabilidad sustituye a la de inocencia y determinados valores personales habrán de hacerse compatibles con la prioridad de veraces informaciones de «interés general».
La lacra del político que no está dispuesto a dimitir, hasta que no le obligue a ello una visita de la Policía Judicial tiene bastante que ver con los brotes de corrupción de los que, entre nosotros, solo han salido indemnes los partidos que no han asumido responsabilidades de gobierno. La razón de Estado acaba mostrándose menos exigente que la insaciable razón de bolsillo.
Desempeñar determinados cargos de gobierno no brinda solo la posibilidad de disfrutar de ventajas o privilegios, sino también –en ciertos casos– de soportar la carga de la responsabilidad 'in eligendo', por haber transferido a un irresponsable la confianza que la ciudadanía en él había depositado. En caso contrario, se siembra la cómoda querencia a mirar para otro lado, olvidando que la responsabilidad 'in eligendo' del alto cargo lleva consigo, de modo inseparable, la carga de una responsabilidad 'in vigilando'. No tiene sentido un no darse por enterado de determinadas consecuencias públicas, mientras que en el ámbito privado se considera –por vía civil– obligatorio estar atento para cualquier «buen padre de familia».
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No se trata de pedir imposibles a todo cargo público, sino de que valore más el aprecio de quienes en él confiaron que una continuidad en su presunto servicio público, siempre heroico y abnegado. Así acaba de hacerlo, en un país para nosotros tan lejano como Portugal, un jefe de gobierno; como lo hizo en su día su correligionario Willy Brandt; en ambos casos por haber confiado de modo poco responsable en sus más estrechos colaboradores. Pudieron optar por cesarlos, sin más explicaciones, y buscarles algún momio, rogándoles una buena dosis de amnesia; que es lo que suele ocurrir por aquí.
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