Propósitos
Enero recuerda que lo más extraordinario suele estar en lo ordinario
manuel martín garcía
Sábado, 4 de enero 2020, 22:13
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manuel martín garcía
Sábado, 4 de enero 2020, 22:13
Enero es un septiembre vestido de domingo. Por más que sea ahora cuando celebremos la entrada del año nuevo, el 1 del 1 no es el principio de todo: la vida siempre empieza el mes noveno con su maquinaria de deberes para todos.
Y quizás ... porque septiembre es siembra y tajo, enero resulte parada técnica para hacer inventario.
La tardevieja del 31 llena de alegría los bares y de buen rollo a las empresas de telefonía, que cierran el ejercicio con las líneas saturadas.
Mientras pelamos uvas y las repartimos en platitos, un tsunami de buenos deseos y listas de propósitos inunda las pantallas de nuestros móviles… laten gifs de corazones gigantes, se abren cajas de regalo que contienen los mejores deseos, copas de champán que al brindar sueltan gotitas de oro, tuits divertidos, whatsapss con bromas, planes, metas y un montón de frases inspiradoras para los 12 meses, las 52 semanas, los 365 días, las 8.760 horas, que son nosecuántas oportunidades y nosecuántos retos… «que se cumplan tus sueños», «querido pasado», «que logres tus objetivos»…
Conforme avanza la noche, se va alternando el frenesí gastronómico con la euforia amorosa de buenos deseos y la broma etílica; el mensaje de desafíos-metas, se alterna con la coña política, y así llegamos a las doce campanadas, retuiteando besos y enviando propuestas.
Enero –que a fin de cuentas es prolongación del calendario hábil tras el parón navideño– no es sino impulso. La carga de costumbres de la fiesta de nochevieja, la cena, el confeti, la tradición… cobran tanto protagonismo –nadie escapa del protocolo de despedida de año y bienvenida al nuevo tiempo–, que entramos de cabeza a esto que enero anuncia.
Y anuncia que toca cambiar, nos invita a la mudanza. Ya se trate del asunto saludable –hacer deporte, comer mejor, fumar menos–; de actividades y hobbies –pintar, leer, conocer mundo–; o de cuestiones laborales, económicas, profesionales, estudiar inglés o buscar nuevo curro, entre tantísimos otros. Luego están los deseos amorosos y los de crecimiento personal, que lo están petando ahora: positivismo, autoestima, no te rindas.
El arranque del año es parón breve pero sprint, el aviso de que hay que resetearse, desear y echar a andar. Enero se nos viste de coach para que desterremos hábitos y construyamos una versión mejorada de nosotros mismos. Mientras septiembre no nos invitó al baile –sólo nos puso a bailar–, enero nos envuelve en inmensa magia festiva para presentarnos al completo el catálogo de deseos realizables.
Todo esto está muy bien pero tiene sus matices.
El tiempo nuevo nos trae la oferta de lograr todo lo que nos propongamos sólo con cambiar la mirada o la actitud, lo que, sin ir muy descaminado, puede resultar una exageración. Por varias razones.
De un lado creo que la necesidad de tener propósitos-deseos-sueños es una necesidad ficticia. Existe la opción intermedia de no proponerse nada, no anhelar ni ambicionar, no pretender otras cosas, quedarse con las aspiraciones propias, las de uno mismo o las de siempre, seguir cabalgando en esas prioridades conscientes e inconscientes que confieren equilibrio a nuestros mundos pequeños. No pasa nada por andar con lo puesto y desprovistos de retos.
De otra parte, porque esta invitación al cambio puede hacernos impermeables a los destinos reales que habitan en cada vida, y hay muchas vidas instaladas en rutinas, muchas realidades forzosas, mucha normalidad aceptada, mucha conformidad serena y bastante sufrimiento.
Es decir, cabe el peligro de que la añoranza de lo que pudo ser nos aleje del bienestar de lo que es. Es posible que la tiranía de la felicidad provoque efectos negativos porque colocarla como obligación, derecho o paradigma de vida puede hacernos más infelices.
Y una tercera cuestión. A veces, la creencia en que el cambio de actitud propio logrará el milagro que andábamos esperando, no se cumple. Tener una lista de deseos-propósitos no es garantía de nada.
Pensando en este empacho de felicidad y deseos que todo año nuevo trae, me topo con alguien diferente que me recuerda lo extraordinario que habita en lo ordinario. Con ejemplos. La enfermera que, tras una larga jornada, sigue cuidando bien; el padre de familia de escueto sueldo que a diario continúa en la brecha; el amigo que da aunque no le pidas, el vecino que abre la puerta y sonríe; el compañero al que sin pedir ayuda, echa un cable; el hermano que pide perdón con gestos; el conocido que apoya sin que se note; la gratitud repentina, el abrazo sincero, la mirada cómplice, la charla gratificante, el paseo en buena compañía, la madre que siempre espera.
Lo extraordinario es la gente que, en el hacer ordinario se hace responsable de otros, partícipe de sus destinos. En lo pequeño, el pan nuestro de cada día, sin apariencias ni pretensiones, sin fingimiento.
La vida es siempre normal, no hay montañas rusas, tréboles de cuatro hojas ni nubes de algodón como las que aparecen rotuladas en las tazas de café con mensaje. Enero nos trae lo mismo a cada cual, que es cada quien.
Lo único cierto es que nunca sabremos de qué seremos parte, cuántas vidas cambiaremos para bien; y de qué cosas buenas normales podremos ser instrumento.
Septiembre trae siempre el arranque apoteósico del curso, de todos los cursos, mientras enero recuerda que lo más extraordinario suele estar en lo ordinario.
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