José María Guadalupe

Ya me puse la vacuna

Crónicas granadinas ·

No me atreví a escribir la crónica del domingo pasado aunque debí haberlo hecho; claro, que ustedes descansaron por lo menos un domingo de mi coñazo semanal

Domingo, 14 de marzo 2021, 01:28

Y sin recomendación alguna. Por cierto, y perdonen la desconfianza, ¿Quién me garantiza a mí, como granadino tan desconfiado, que no se la han puesto ... ya al presidente del Gobierno? Es un decir, como dicen y decimos en Granada, pero a lo que voy, mis paisanos, que como tenía, tengo, ochenta y seis tacos de almanaque y estoy dentro del grupo de personas con riesgo, pues que recibí la llamada. Les cuento, que todo fue visto y no visto, con profesionalidad. Debían de darle a uno, por lo menos, el nombre de la persona que te la pone para poder darle las gracias el día de mañana. A pie de obra, en la calle de Espronceda, aquí cerca, en el barrio de Chamberí, al lado de donde estaba y lo mismo sigue estando la antigua agencia Efe a la que fui tantas veces.

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Bueno, pues en menos de un minuto, tenía puesta la vacuna contra el virus, un pinchacito de nada pero, sobre todo, y esto es lo más importante, ¡cuántas personas mayores! ¡Cuántas sillas de ruedas! ¡Cuántas, pero cuántas, cabezas blancas! ¡Cuántos viejos, cuántos mayores, cuántos abuelos y, sobre todo, cuánta compañía de sus hijos, de sus nietos! ¡Qué filosofía de la vida! ¡Qué lección de los 'sinnombre'! ¡Qué solidaridad que nos va quedando!

Yo ya me había vacunado no sé cuántas veces. Mis pasaportes están llenos, que son muchos por cierto, y no sé por qué aún los conservo, igual es pura nostalgia de sellos de las vacunas. Por tener en mi colección, cada página una historia, aquella vacuna que tuve que hacerme hace más de cincuenta años para ir hasta el corazón de África, hasta Lambarena, donde había un sabio médico que creo se llamaba el doctor Switzer, más o menos así se escribía, que había dejado todo para cuidar de la lepra, cuando la lepra aún era una palabra terrible y no como ahora que, gracias a Dios y a la ciencia, ya ha sido más o menos desterrada.

La vacuna contra el dengue, el cólera, la viruela; y, sin embargo, aquella enfermedad de pequeño, que por lo visto mal curada, aquella que dejaba huella, tuvo la culpa de este dolor, el herpes zóster cabrón, que desde hace tantos años me acompaña. Vacuna en los barracones de la guerra, la vacuna contra el tifus, aquella vacuna urgente antes de subir al 'camión de los muertos' con el que entre en Agadir después de aquel terremoto terrible de más de veinticinco mil víctimas, desde el que no como carne de cordero, como ya les conté tantas veces. Cuando el rey Hassan de Marruecos, que tanto 'adoraba España', tan solo por el hecho de ser español y encontrarme dentro de la ciudad en cuarentena por la peste de la catástrofe, me metió en la cárcel toda una noche y vi lo que vieron mis ojos. Ratas tan grandes, gatos.

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En fin, corto y cambio.

Cuando viajé hasta el Amazonas, tantas veces, me vacuné. La del cólera, aquella rara vacuna cuyo nombre no recuerdo, para solamente entrar y salir de la tribu Yanomami, aquellos que tenían junto al río que se ve desde la luna el pelo cortado de aquella extraña manera, como con un flequillo franciscano, y que había aguantado cientos de años hasta llegar a nuestro tiempo. O la vacuna contra todo para buscar en las impenetrables selvas de Paraguay, donde decían que en una vieja misión jesuítica española estaba escondido ni más ni menos que el doctor Mengele, aquel que llamaban desde los tiempos de Hitler el 'doctor Muerte'.

Tengo tantas cosas que contar que solamente el eco de un nombre, de su país, el recuerdo de una fachada me hace recordar. La vacuna contra el ébola, con un fiebrón de caballo, para entrar en Sierra Leona. Vacunas contra el paludismo para poder bajar hasta las selvas históricas de Mindanao, donde me hice esa foto con Bayalan, que aún sigue, ampliada, en el ayuntamiento de mi pueblo esperando el día de la fundación que estoy pensando en hacer con el nombre de Fundación del Cronista Medina, que es del oficio que más orgulloso me siento.

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La vacuna, miren por dónde, al día siguiente del jueves, el viernes pasado, me dio como un 'no sé qué', no me atrevería a decir, que un jamacuco, quizá una décima de fiebre, tal vez un escalofrío; y estoy siempre con el susto pegado al culo, Dios mío, vaya viejo este. Total, que no me atreví a escribir la crónica del domingo pasado aunque debí haberlo hecho; claro, que ustedes descansaron por lo menos un domingo de mi coñazo semanal. Cosa que, por otro lado, no va convertirme en más pobre, ni al IDEAL en más rico, dado el modesto viático del que se alimenta el cronista.

Debo volver el 29 al mismo sitio y creo que a la misma hora. Me volverá a llevar mi hijo mayor, Tico, hasta hace poco subdirector de la revista Hola, después de más de treinta años en la empresa. ¡Ay si él quisiera escribir ese libro que yo no me atrevo! Entre otras cosas, porque no me da la gana, aunque cada día me llaman de las radios, las televisiones, para que hable de tal o de cual, para decir aquello que aún no he dicho. Por ejemplo, ayer mismo, que me llaman de no sé dónde para pedirme:

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–Usted igual no lo sabe, pero es el que más veces entrevistó a Liz Taylor. ¿Podría contarnos algo que no haya contado de ella?

No sabía yo que tenía ese récord. Sí recordaba, que viene de récord, que había ido a entrevistarla a Florida, a un teatro en Fort Lauderdale, donde estaba haciendo 'La Loba'. Recuerdo sus ojos violeta, su olor a nardo, que me rozó con un mano en la que lucía, creo, aquella joya, la 'peregrina', que le regaló su marido Richard Burton. Y estuve sin lavarme la rodilla izquierda para contarlo, por lo menos, más de una semana.

Luego aquel día cuando me llegué hasta Hollywood por encargo siempre de Hola, a entrevistar al que fue su joven amante George Hamilton, descendiente de españoles, con su sortija episcopal. O cuando vino con su marido aquel que fue productor de cine y que se mató en un accidente de aviación.

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Pues sí podía ser eso, lo de Liz Taylor, digo, un récord, una exclusiva como ahora se dice, porque de lo que no debe uno vacunarse nunca, sobre todo si es un reportero y un contador de historias, es contra la sorpresa, que es ese virus que algunos llevamos en nuestra sangre y del que es mejor no vacunarse con la indiferencia, el cansancio, la aburrición. Por cierto, ¿cuándo se hará algún día un vacuna contra el virus de la mentira y la insolidaridad, de la traición y la corrupción? Imposible por ahora, forma parte de la condición humana.

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