No les hablo de espiritismo, sino del 'Espíritu de las leyes', de la división de poderes y de la independencia judicial. Me refiero a Montesquieu, a la pugna dialéctica entre Publius y Brutus, a Hamilton y a los ecos del pensamiento de Francisco Tomás y ... Valiente.
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Alfonso Guerra afirma que jamás salió de su boca la famosa frase «Montesquieu ha muerto» ('Dejando atrás los vientos: Memorias 1982-1991'). No sabemos, pues, quién fue el heraldo de aquella muerte en 1985, pero la necrológica frase, con sólo tres palabras, concentra mucho caldo político y cinismo. La cuestión es que el inmortal filósofo y jurista francés ha regresado a la palestra. Montesquieu, como el Cid Campeador, ha ganado muchas batallas después de muerto. 265 años después de su sepelio ha aparecido en el Congreso de los Diputados con su libro 'Espíritu de las leyes' (1748), que es al Barón de la Brède lo que la espada Tizona a Rodrigo Díaz de Vivar. Montesquieu se cargó el Antiguo Régimen con su obra, pues enseña que no hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo y del ejecutivo. Si estuviese unido al legislativo, el juez sería al mismo tiempo legislador y si lo estuviera al ejecutivo, el juez tendría en su mano la fuerza de un opresor. Todo estaría perdido y reinaría un espantoso despotismo si esos tres poderes se reuniesen en uno solo. Sus ideas siguen vivas, pues los poderes divididos, que se limitan entre sí, son la mejor vacuna frente a las tentaciones absolutistas. Haría falta, eso sí, que actualizara su tesis en una de sus apariciones, ya que el Estado de partidos ha alterado las líneas divisorias y el equilibrio de poderes.
En estos momentos hay una bronca entre el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), cuya renovación está paralizada desde hace dos años, y el Gobierno de la Nación. La vicepresidenta Carmen Calvo ha expresado su malestar, censurando que el CGPJ siga haciendo nombramientos judiciales discrecionales, pese a estar en el horno una proposición de ley orgánica que le privará de esta potestad mientras esté en funciones. Ella considera que «el Poder Judicial debería esperar al Parlamento», ya que «los demás poderes tienen que estar en obediencia del Parlamento, que es el órgano que bombea la sangre de la democracia». Viniendo de una experta en Derecho Constitucional, no es un argumento correctamente expresado, porque el Poder Judicial y el CGPJ encuentran su fundamento en la supremacía de la Constitución, a la que también están sometidas las Cortes. En términos estrictamente jurídicos, no se puede pedir al CGPJ que se detenga y obedezca las prescripciones de una iniciativa legal de dos grupos parlamentarios, pendiente de tramitación.
Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de EE UU, destaca los límites específicos de la «autoridad legislativa» bajo la supremacía de la Constitución. Bajo el seudónimo 'Publius' ('El Federalista', núm. 78, 1788), Hamilton defiende la potestad de los tribunales para declarar nulos los actos legislativos contrarios a la Norma Suprema. Sin esto, dice no serían nada todas las reservas de derechos de los ciudadanos. Por ello, aboga por arbitrar garantías para que el poder judicial —el más débil de los tres poderes, por naturaleza— pueda cumplir su misión, «ya que está en peligro de ser dominado, atemorizado o influenciado por los otros dos» (sus ramas coordinadas).
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En España no existió nunca un poder judicial independiente hasta la llegada de la Constitución Española de 1978. Lo dice Tomás y Valiente —maestro mío por extensión y devoción—, y lleva razón. Durante el siglo XIX, muchos juristas negaron la existencia del poder judicial. Gil de Zárate señala que el Gobierno de toda la nación se divide en dos grandes ramas (poder legislativo y poder ejecutivo), de modo que «lo que regularmente se llama el Poder Judicial no es más que uno de los ramales del Poder ejecutivo, una emanación suya…» (Revista de Madrid, 1838). Venimos de una larga historia de jueces y tribunales sometidos al poder ejecutivo y al caciquismo. El amiguismo y las presiones políticas impregnaron el acceso, la suspensión y la remoción de magistrados. Y no faltaron las cesantías y las purgas. Lo dejan claro Lucas Mallada y Joaquín Costa.
Sobre el papel, la Constitución de 1978 ofrece un sólido andamiaje al Estado de Derecho, en el que se reserva un papel estelar a la Justicia, emanada del pueblo y administrada en nombre del Rey por jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley. ¡Casi nada! Pero las constituciones son letra muerta cuando sus límites se desbordan por las nuevas formas de absolutismo. La historia enseña que la división de poderes y la independencia judicial, aun solemne proclamadas en los textos constitucionales, resultan quiméricas en los pueblos que no gozan de buena salud democrática. Ahí está la Constitución de Venezuela, que proclama que el Poder Judicial es independiente. Pura ficción, como constata la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
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La renovación del CGPJ está en un atascadero y el carruaje cada vez más hundido en el lodazal. Triste espectáculo sería que, por necedad, cabezonería o narcisismo, tuvieran que mediar en el desatasco los fornidos mozos de Estrasburgo y Bruselas, mientras los cocheros permanecen lejanos y expectantes, no sea que irrumpa un allegado de Montesquieu y les salpique el barro.
Escuchen los ecos del excepcional jurista asesinado por ETA hace un cuarto de siglo. Escuchen la advertencia que hizo el Tribunal Constitucional que él presidía: «Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial» (STC 108/1986, de 29 de julio, FJ 13). Lo dicho, señorías, la Justicia no es un ramal.
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