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M édicos, historiadores y antropólogos, entre otras profesiones, no pueden ser buenos profesionales si no dedican tiempo a la observación de las tendencias sociales. Pero el problema de nuestro tiempo es la urgencia y ello resulta incompatible con el progreso de la ciencia. A los ... buenos escritores, o a los filósofos, les pasa igual; se alimentan de la observación y del ocio creativo. Otra cosa es el periodismo, nacido de la inmediatez. Lo que en este instante es noticia, mañana se olvida. Aunque el buen periodismo no es lo mismo que el malo; lo depura el tiempo, y lo trasforma en historia. Es como el buen vino: el tiempo dirá lo que vale.
Pensaba en todo esto viendo un documental mediocre que pasaron en la segunda cadena de la TVE. El reportaje pretendía informar sobre los errores en los hábitos alimentarios. Luego añadían otro sobre la obesidad en la China actual. Ese mundo que no se libra de padecer el lastre de una dictadura comunista que atrofia pensamientos, y a la par se ha convertido en el mayor exponente de consumismo capitalista. A ver, es que si falla la coherencia nada bueno puede esperarse de la evolución mental de estos simios evolucionados que somos los seres humanos. En fin, me aburrí bastante viendo eso, pero dejé volar mis pensamientos por otros lugares, a propósito del tema de la obesidad, enfermedad preocupante en el llamado Primer Mundo.
Si ustedes se fijan, a la par que aumentan los programas dedicados a chorradas gastronómicas -como lo de marinar un caracol y adobarlo con miel y flores de cardo-, y cuanto más proliferan los que convierten a Jefes de cocina –chefs los llaman- en figuras tan mediáticas como los futbolistas, aumenta la obesidad. Empecemos por hacer notar la paradoja de que casi todos son varones, aunque confiesen haber aprendido de sus madres y abuelas. Porque tras siglos de invisibilidad femenina en los fogones, cuando la gastronomía no generaba pasiones, ni era fuente de sustanciosos ingresos, ahora resulta que vienen los hombres a poner la guinda en un pastel que otras han elaborado. No escucho voces de feministas que se hagan eco de esto. También es palpable que bastantes «expertos culinarios» no han pisado la cocina nunca y llegan a casa todos los días a mesa y mantel. Respecto a los jefes culinarios mediáticos, sin incluirlos a todos, porque los hay buenos, se plantan ante las cámaras con un delantal de diseño, en una cocina de ensueño y con condimentos exóticos para ricos. Alli dan clases de buena alimentación a familias corrientes. Familias mileuristas, con suerte, en las que del sueldo del padre o de la madre comen diez, porque hay que llenar fiambreras de la olla común para los hijos que no llegan a fin de mes. Yo alucino. No es que una sea cocinera de matrícula de honor, pero llevo cocinando desde que no llegaba al fogón, y no he dejado de hacerlo nunca. Se me da bien. Soy capaz de hacer un buen guiso de lo que sobra en el frigo; sin teatralizar, gastando lo justo. En mi casa la comida familiar siempre fue sagrada cuando crecían los hijos; allí se comía sano, y se dialogaba. Por eso ellos nunca fueron gordos. Se alimentaban en casa, de lo que guisaba su madre. Hacían deporte y jugaban mucho. Era lo normal en tiempos nada lejanos, cuando la obesidad era rara en los niños y adolescentes.
Pero un día las mujeres -la verdad, estamos hartas de que nos ignoren y por eso montamos revoluciones silenciosas que acaban siendo peligrosas-, nos quitamos el delantal. Porque, hastiadas de contemplar a los maridos embobados ante las chorradas culinarias ajenas de los chef, reconoce el mérito de un buen potaje, se declararon en huelga. Y en ello seguimos.
Ahora proliferan tiendas donde venden comida hecha, salada y pringosa. O te apañas con un pollo asado y una tortilla prefabricada del súper. No saben a nada pero tienen buena pinta. Ahora el bizcocho de casa se cambia por bollería industrial, puro veneno. Ahora en cada familia crecen niños obesos y aumentan las consultas particulares a dietistas, que se ponen las botas. Como los psicólogos, que andan hartos de oír al paciente que la culpa de su obesidad son los traumas familiares de la infancia, y la manía que le tomó un profesor del cole. Pero siguen la corriente, porque si vas a un psicólogo de pago con estas historias y te planta cara diciendo que la culpa de tu gordura no es de la profe de Sociales sino tuya, no vuelves. A ver, todos tenemos que pagar recibos y vivir.
Así nos va en el mundo desarrollado, con países llenos de gordos. Es que ya los pisos lujosos integran la cocina de diseño en el salón. Para que nadie cueza coliflor ni ase sardinas, por mucho omega3 que tengan. Y es que las mujeres estamos espabilando y hemos dicho a la media naranja «ahí te quedas», con tu Chef, y nos largamos a tomar fuera el aperitivo mientras la familia se zampa una ración doble de lasaña que ha comprado en la esquina, con calorías para tres días. Además, los niños comen en el cole, una veces bien y otras mal. Pero no los vemos.
Esos, los niños, son el verdadero drama de esta revolución silenciosa femenina, objetora del delantal y los fogones, porque no esperan lograr el reparto equitativo de tareas domesticas con monsergas cansinas. Y así van las pobres criaturas: gordas. Sobre todo en las grandes ciudades. Niños que respiran aires viciados y se atiborran de antibióticos y hamburguesas, imaginando que la naturaleza es la que sale en los dibujos animados de la caja tonta. Sin saber que a su edad nosotros saltábamos a la comba y cogíamos cerezas por san Juan. Hoy ellos no saben si las cerezas crecen en el suelo o en el árbol, ni han visto a una gallina poner huevos, ni cómo se ordeña a una vaca. Ni, por supuesto, van a saber nunca lo deliciosos que eran los guisos de la abuela. Pero esto ya no tiene vuelta atrás. Es que si la tuviera los chefs tendrían que dedicarse a otra cosa.
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