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En el mundo del miedo, sólo las palabras nos salvan. Pero no las que están vacías, las que se dicen sin pensar, las que sirven ... como arma de ataque al que opina diferente o las que son un hachazo a la posibilidad de acuerdos. Esas destruyen lo que rozan como estamos viendo. Uno de los problemas primordiales de España es que hay gente que hace mucho que no se sienta a hablar, a razonar con argumentos los porqués de las cosas. Prefieren hacerlo través de la prensa, de las redes sociales, de cualquier medio que no obligue a ponerse frente al otro y explicarse razonando. Empezando, claro, por la clase política que ha hecho de la agresividad un modo de relacionarse perverso, la evidencia de hasta qué punto estamos en el borde del precipicio. Se ha convertido en normalidad incluso entre los integrantes de un mismo gobierno o de un mismo partido, que era algo impensable hace dos lustros. Hay un ambiente de radicalización dogmática permanente, un griterío casi unánime que no nos deja escuchar, una voluntad de confrontación –especialmente en cuestiones esenciales que nos afectan– que no conduce a ninguna parte.
Este modo de reivindicar una opinión, con la rabia dilatando las pupilas, ha calado y es una constante social cada vez más alarmante porque va calando estructuralmente. Basta seguir determinados hilos del antaño Twitter (ahora X) para constatarlo o la obstinación ofuscada en las tertulias televisivas. Cualquiera de ellas, porque en ningún momento del periodo democrático se ha exteriorizado tanta furia. Lo cual que los grupos ideológicos moderados se han apropiado de lo que fue de uso exclusivo de los extremistas; el insulto, la soflama ofensiva y humillante, está acabando por emponzoñarlo todo y distrae de lo verdaderamente importante que son las actuaciones y las propuestas. O de la ausencia de ellas. Porque cuando los argumentos se acaban, se ataca al bulto, como el toro que sale a la plaza. Y mientras riñen acaloradamente por no se sabe bien qué, una mayoría de ciudadanos observamos con perplejidad preocupada este modo de relación tóxica que va 'in crescendo' desde hace algo más de una legislatura sin que nadie lo frene.
Hasta los datos del CIS lo avisan: el 90,4% de los españoles están hartos de la crispación y el 82% considera que ha aumentado exponencialmente en los últimos cuatro años. Estos señores han transformado lo que supone la gestión pública en uno de esos programas de telerrealidad tan dañinos y eso es difícilmente perdonable. Baste recordar que los dirigentes de los dos partidos principales, Sánchez y Núñez Feijóo, fueron incapaces en 2024 de sentarse para hablar de lo que nos concierne a todos, de negociar esas decisiones de Estado que dependen de su voluntad de consenso. Si le sumamos la actitud de los medios de comunicación populistas convertidos en altavoces incendiarios de cada boutade, se comprende la sensación de desamparo generalizada, esta desafección peligrosa y latente, la fractura con el votante que resultará complicado revertir a corto plazo. Ya avisaba el antiguo secretario General de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, de que las gente necesita líderes que construyan puentes, no muros. Seguramente cuando hizo esta afirmación nadie escuchaba y, por eso, nosotros lo que tenemos son estos muros de hormigón cada vez más altos que acabarán por no dejarnos ver la inmensidad azul del cielo.
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