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Decía Jules Renard que hay personas que te hacen perder el día en cinco minutos. Evidentemente, y a pesar de la época convulsa que le ... tocó vivir al polígrafo francés, pudo sostener esa idea porque no le tocó lidiar con algunos políticos españoles que la semana pasada batieron su propio récord: perder catorce años y medio de trabajo por un «modifíqueme usted un punto» en el orden del día. Es decir, que se han pasado casi tres quinquenios discutiendo la necesidad de una agencia de salud pública, y después de mil sesiones para acordar los detalles –porque ya se sabe que el diablo siempre está en los detalles–, una vez superadas y negociadas todas las modificaciones para alcanzar el apoyo mayoritario, la ministra del ramo la llevó al Congreso para su refrendo final. Sin embargo, aparentemente enfurruñados por una cuestión previa discordante, votaron aquí en contra. Lo cual, que nos ha hecho perder, aunque sea momentáneamente, catorce años; y lo que es peor: han demostrado fehacientemente por qué la desafección ciudadana hacia los políticos es cada vez mayor.
Hemos llegado a un punto en que ya no nos sorprende que los diputados y senadores –en este caso, los diputados– se comporten como niños malcriados en lugar de ocuparse de la labor para la que fueron elegidos: defender los intereses generales. Desde la institución que marca el devenir de España no se puede alcanzar este grado de incompetencia vergonzante sin que tenga consecuencias. Porque de Vox, en su negacionismo perpetuo de la realidad, cualquier cosa es esperable; lo mismo sucede con Junts, que es un caos de pensamiento difuso/confuso que desafía toda lógica aplicable, empezando por su liderazgo desde Waterloo. Pero de grupos políticos que representan ideologías serias —y que, por tanto, son partidos de gobierno— como el Partido Popular, se espera un saber estar que trascienda obcecaciones peripatéticas como esta penúltima del vicesecretario Tellado, que evidenció cómo no debe actuar un cargo público pagado con el dinero de todos. Buscar querella apoyándose en que no se le permitiera retrasar la votación sobre otro debate distinto resulta, a esas alturas, una excusa muy burda que no justifica el torpedeo 'in extremis' de la creación de la Agencia Estatal de Salud Pública. Si algo no les cuadraba, oportunidades tuvieron de explicarlo antes.
Llegados a este punto pudiera pensarse que algunas señorías creen que se les ha elegido porque no tienen daltonismo y son capaces de distinguir correctamente el botón rojo del verde, según convenga. Y ahí vendría la pregunta: según convenga, ¿a quién? Porque a la ciudadanía no le interesa que las decisiones se eternicen y den vueltas como un borrico en una noria. Ya avisaba Lichtenberg de que, cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto. A ese límite estamos llegando, a que la gente normal se plantee para qué sirven instituciones esenciales, pero cuya tarea bloquean con su ineficacia intencional quienes malbaratan la legítima representación otorgada por los votantes. La situación, cada vez más frecuente, obliga a una reflexión profunda sobre qué implica ser diputado o senador. Aplicando la ética, supondría dedicarse a salvaguardar el bien común, incluso frente al tacticismo ideológico marcado por las disciplinas partidistas. No tener esto claro implica vivir al borde de un abismo de descrédito que resulta insostenible para el ya devaluado prestigio de la clase política española.
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