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Se veía venir. El patrón de conducta de Vox, esa actitud oscilante entre la chulería de señoritos antañones y la incapacidad para interpretar la realidad, ... estaba por verse en su dimensión completa desde el día siguiente de su fundación. Mira que parecía evidente para quien se fijase un poco en su estrategia de servilismo con los poderosos y arrogancia con los débiles, pero ha tenido que llegar este segundo mandato de Trump para que el personal que en algún momento los consideró como aceptables compañeros de viaje se percate de que con esta gente no se puede ni cruzar la calle sin consecuencias.
Porque, hasta ahora, la ultraderecha reaccionaria y montaraz hispana, aparte de hacer el ridículo de puertas para adentro, no había sido especialmente significativa con relación a lesionar los intereses de España, más allá de provocarnos vergüenza ajena. Es decir, que ver a Abascal en Argentina jaleando a Milei o acompañando a Meloni en Italia entraba dentro de la cuota de caspa ultramontana que lo caracteriza, de la cuota de vergüenza que a cada nación le toca sufrir con personajes de su condición y circunstancia. Ahora bien, hasta esa capacidad para el absurdo o lo grotesco debía tener un límite, que era la defensa de los propios intereses de su nación. Vox ya no tiene patria, se ha echado al monte como un Rambo delirante y sin conocimientos de supervivencia. Seguramente ya hoy, don Santiago no siente las piernas y espera un gesto de su amigo gringo que lo salve del desastre, una mínima bajada arancelaria por sus supuestas buenas relaciones –que lo llame O-bascal lo emociona–, pero eso no va a llegar. A Donald Trump lo único que le interesa es Donald Trump.
Las primeras decisiones de este mandato reflejan un preocupante giro hacia el nacionalismo extremo, algo llamativo en un país que, con menos de tres siglos de historia, ha prosperado gracias a su diversidad multicultural para convertirse en la primera potencia mundial. 'Sensu strictu', allí, los únicos que tendrían derecho a sentirse verdaderos norteamericanos son los nativos que fueron sistemáticamente exterminados o que sobreviven prisioneros en reservas. De ahí que ese modelo de «estadounidense auténtico» que defiende el trumpismo –hombre blanco católico arraigado durante generaciones en la cultura y la sociedad americanas– para expulsar a cualquiera que no responda a ese patrón genético resulte, esencialmente, una majadería. Principalmente porque quien lo afirma es descendiente de inmigrantes que encontraron su oportunidad gracias a que Estados Unidos nunca fue esto en lo que él ahora pretende convertirlo.
Esas contradicciones se ratificaron con el proceso de debilitamiento de instituciones multilaterales (la ONU o la OTAN) o la reformulación de las alianzas geoestratégicas (Rusia y Oriente Medio), pero han alcanzado el límite con esta incertidumbre de la guerra arancelaria. De momento, ha desestabilizado a Europa, obstinada en entender qué se esconde detrás de sus intenciones. Nadie es capaz de hallar razones que expliquen esta suma de aberraciones extravagantes, fundamentalmente porque ni él mismo las sabe. Lo único claro a estas alturas es que su interpretación del 'Make America Great Again' nos arrastra hacia una guerra comercial de consecuencias impredecibles. Entretanto, él, ejerciendo de Nerón contemporáneo, contempla tocando la lira cómo arde el mundo libre mientras Abascal y sus secuaces le atan las sandalias.
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