Alfredo Ybarra
Martes, 22 de octubre 2024, 23:19
Desde los tiempos más lejanos el hombre trata de imitar lo que otros han hecho y vivido. En gran medida su vida es la repetición ininterrumpida de hechos inaugurados por otros. Esta repetición le lleva a calmar su inquietud ante las tareas que se le presentan. Ha ido sintiéndose más seguro, por ejemplo, en la medida en que ha sido consciente de los ciclos de la naturaleza. El helenista Carlos García Gual dice que los mitos incorporan una ancestral experiencia y una explicación simbólica de los fundamentos de la vida social. Reflejan la sociedad que los creó y que los mantiene. Señala que el mito garantiza al hombre que lo que él quiere hacer ya ha sido hecho y le ayuda con sus dudas.
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¿Qué nos enseña el drama de Sísifo? Castigado a una repetición eterna: subir una roca a la cima de una montaña para a continuación dejarla caer y volver una y otra vez a subirla en una secuencia interminable. Nos muestra una particularidad de la vida humana: la repetición, su presencia en nuestras vidas. Todos repetimos y lo que nos diferencia es lo que repetimos. Dice el dicho popular: «el hombre es el animal que tropieza dos veces en la misma piedra». Y muchas más, podríamos añadir, si no aprende y toma conciencia de que repite y de lo que repite. Sísifo forma parte de la naturaleza humana, describe algo intrínseco del hombre. Lo que repetimos nos define, somos lo que repetimos. Somos nuestras repeticiones, nuestras asignaturas pendientes.
Igualmente nos encontramos con la idea del eterno retorno que postuló el estoicismo y que la filosofía de Nietzsche retoma en su concepción del tiempo, que ha quedado como un tópico literario y cultural. En su obra Así habló Zaratustra, el protagonista descubre esta visión del mundo donde todos los acontecimientos del mundo, todas las situaciones pasadas, presentes y futuras se repetirán eternamente. Esa idea de eterno retorno se refiere a un concepto circular de la historia o los acontecimientos. Según esta idea la historia no sería lineal, sino cíclica. Una vez cumplido un ciclo de hechos, estos vuelven a ocurrir con otras circunstancias, pero siendo, básicamente, semejantes.
El ser humano es un animal de costumbres. Día tras día volvemos a los mismos sitios, retomamos idénticas razones, hacemos los mismos actos, tomamos el café en el mismo bar de siempre, nos envolvemos en las rutinas cotidianas, idealizamos las mismas realidades. Nos repetimos por instinto, por pura supervivencia. La repetición es un mecanismo natural con el que ahorramos energía cognitiva. Sin repetición tendríamos que empezar de cero cada día, nos sería difícil una conducta inteligente. Con la repetición llegamos a controlar modelos de comportamiento complejos que nos permiten subsistir o alcanzar habilidades elocuentes.
La repetición se ha convertido en un lugar común de la sociedad moderna. En la industria los productos son repetitivos, miméticos. Nos gusta una canción cuando la escuchamos una y otra vez. ¿Qué es la música de Bach, de Schumann,… sino una profunda estrategia repetitiva? Andy Warhol llegó a la conclusión de que aquel que no repite no se puede considerar del todo moderno. En 1963 se fijó en La Gioconda para pintar su propia versión y dijo: «Treinta son mejor que una». Picasso decía, que a veces vendía sus cuadros para dejar de retocarlos en el estudio: para dejar de repetirlos una y otra vez en su mente. Paul Cézanne pintó 80 veces la montaña Sainte-Victoire. La obra Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau, gira en torno a una anécdota trivial que describe 99 veces, cada una con una variación específica.
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Pero en todo esto hay algo que señalar: lo que de algún modo repetitivo escuchamos, vemos o revivimos siempre es diferente porque, inevitablemente, las personas profundamente nunca dejamos de cambiar. Esa es la enseñanza, esa es nuestra grandeza.
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