Debe ser un apellido de lo más común en Italia y por eso lo he escuchado infinidad de veces desde entonces, pero ni una sola vez que ha llegado a mis oídos la palabra Rossi he dejado de pensar en él, en aquella máquina de ... hacer goles, en aquel verano en el que todos quisimos ser italianos, llamarnos Paolo, hablar con las manos como quien espanta moscas y conducir un Alfa Romeo convertible.
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En esta procesión fúnebre llamada 2020 anota su nombre esta semana el gran Paolo Rossi, del que nunca supe nada antes de nuestro Mundial y muy poco después. Y escribo nuestro Mundial porque Iniesta de mi vida aparte, España tuvo un Mundial en sus manos, en sus pantalones de pitillo, en sus cintas de vídeo Beta y en las chaquetas de pana de sus políticos. También lo tuvo en sus futbolistas bigotudos, empeñados en tirar a la basura la ilusión de un país que estaba poniendo de pie su democracia y pensaba que aquel Mundial le ayudaba también a homologarse con el resto de Occidente.
La entonces 'furia española' fue el desastre de siempre, y eso que los árbitros arrimaron el hombro regalándonos penaltis por faltas cometidas cerca del círculo central. Y si López Ufarte fallaba el lanzamiento, se mandaba repetir para que Juanito lo marcara. Y si volvía a fallarlo, bajaban a tirarlo Tierno Galván y una teta de Susana Estrada. Y así hasta que el marcador favoreciera al anfitrión. Pero ni por esas.
En la segunda mitad del partido a vida o muerte contra Alemania, mal negocio jugárselas con Littbasrki, probé la tila por primera y última vez. Mi madre midió el atajo de nervios de mis ocho años y prefirió la infusión al valium. Aquella derrota nos condenaba a la catástrofe y por mucho que un testarazo de Zamora concediera algo de esperanza, el 2-1 final liquidó mis sueños infantiles. El álbum con los cromos de las tapas del yogur empezó a oler a rancio esa misma noche y el personal tuvo que inventarse otra ilusión.
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De Brasil nos enamoraba la estampa del doctor Sócrates, un bailarín de 1,90 encaramado en los pies de una geisha, y los manchones samberos de amarillo canario en las gradas, lo nunca visto por aquí. Pero entonces llegó un moreno italiano y lo puso todo perdido de goles. Tres a Brasil, resguardado en su inútil consuelo de no hay que jugar para ganar, sino para que no te olviden, otros dos en la semifinal a la Polonia de Lato y Smolarek, y el primero de la final ante Alemania. Fue el primer goleador de mi vida. El símbolo que derrotó al tiempo. Lo mejor de aquel Mundial. Ya solo le sobrevive Naranjito.
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