La rueda de la ciencia

Aunque fuese por razones meramente instrumentales y prácticas, los sucesivos gobiernos debieran entender que el gasto en ciencia es realmente una inversión

josé maza ruiz

Miércoles, 13 de enero 2021, 23:23

Nada mejor que una anécdota para ponernos en situación. En su libro 'El hombre anumérico', el matemático estadounidense John Allen Paulos cuenta que, en una ocasión, durante una velada informal, un intelectual explicaba magistralmente a los reunidos la sutil diferencia semántica que suponía la introducción ... de la preposición 'de' en una determinada perífrasis verbal. Cuando terminó la disertación, alguien encendió el televisor en el momento en que se emitía el pronóstico meteorológico. En él se anunciaba un 50% de probabilidad de lluvia para el sábado y un 50% para el domingo. Entonces, el mismo intelectual, impávido y sentencioso, concluyó sin más que se esperaba un 100% de probabilidad de que lloviera durante todo el fin de semana.

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La anécdota es solo una muestra de lo que ha venido en llamarse anumerismo: esa pertinaz incapacidad para desenvolverse con soltura en el campo de las matemáticas. Mal que afecta no solo al iletrado, lo que sería normal, sino muchas veces también al intelectual más o menos encumbrado, que viene excusando su analfabetismo matemático con la exculpatoria y ridícula frase «yo soy de letras».

Este problema es especialmente agudo en España, y revela algo que ya venía siendo obvio durante demasiado tiempo: la posición relegada, cuando no olvidada, que viene ocupando históricamente la ciencia y la matemática en el contexto global de nuestra cultura. En un momento tan especialmente delicado como el que atravesamos, con una pandemia de resonancias bíblicas, el problema cobra una relevancia inusitada, y pone en evidencia a las claras tanto nuestra incultura científica como nuestra incapacidad política para combatirla. Los datos siguen estando ahí. El porcentaje en I+D de nuestro país apenas sobrepasa la mitad del de la UE. El número de médicos MIR que, una vez terminada su formación, emigran al extranjero en busca de mejores condiciones laborales crece cada año. El informe Pisa arroja una y otra vez para los alumnos españoles puntuaciones por debajo de la media de la OCDE en ciencias y matemáticas. En fin, podríamos seguir enumerando indicadores. Lo cierto es que durante la crisis de la burbuja inmobiliaria de 2008, juramos solemnemente ante la Biblia empezar a hacer las cosas de otra manera. Raro era el tertuliano, analista político, o ministro con mando en plaza, a quien no se le llenara la boca con el mantra de que había que transformar nuestro modelo productivo; que no podíamos seguir siendo un país de albañiles y camareros. Pues bien, más de una década después, hemos de repetir con Monterroso que el dinosaurio todavía estaba allí. Seguimos con el mismo modelo productivo, que para desgracia de todos, mire usted por dónde, ha resultado ser también el más vulnerable a las embestidas de la covid.

Aunque no fuese más que por razones meramente instrumentales y prácticas, los sucesivos gobiernos debieran entender que el gasto en ciencia es realmente una inversión. Está plenamente demostrado, y hasta cuantificado, el retorno que supone para la economía de un país cada euro de inversión en ciencia e investigación. Con más motivo, cuando hoy se sabe que los empleos del futuro están íntimamente relacionados con el campo científico y tecnológico. No hace falta ser un Nostradamus para darse cuenta de por donde van los tiros. Con una tasa de paro juvenil del 40%, que se dice pronto, resulta que los graduados en física, informática y matemáticas son los más demandados por las multinacionales, sobre todo en el área del 'big data', computación y análisis de datos, llegándose en algunos sectores al paro cero.

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Pero al margen del utilitarismo –un tanto frío y abstracto para algunos– de la economía, hay razones más profundas quizás, de mayor calado histórico si me apuras, para apostar por un paradigma nuevo que incluya los saberes científicos y matemáticos en la mentalidad cultural de nuestro tiempo. Y esto tiene mucho que ver con un malentendido endémico que no acabamos de erradicar. Hubo un momento en que las humanidades, especialmente la filosofía, decidieron excluir de su área de influencia todo lo que tenía que ver con lo científico y experimental. Lo que desde el surgimiento del 'logos' hace 2.600 años se había mostrado como un perfecto maridaje entre ciencia y filosofía, se fue poco a poco disgregando para arribar finalmente a puertos distintos. De tal forma que desde el siglo XIX, la filosofía se desentendió por completo de la ciencia, especialmente fuera del mundo anglosajón, para convertirse en un saber abstruso, desconectado de la realidad inmediata y solo comprensible para unos pocos iniciados. Esto hizo que bastantes saberes humanísticos quedasen al margen de la ciencia, lo que condujo a un empobrecimiento de los mismos y a un mal disimulado rechazo por parte de las nuevas generaciones a unas doctrinas que no se sustentaban en una realidad cercana a sus inquietudes. Criticamos con frecuencia la salida de las enseñanzas filosóficas de los currículos educativos, pero rara vez se hace autocrítica sobre los contenidos obsoletos y descontextualizados que unos filósofos devenidos en doxógrafos, intentan muchas veces inculcar en nuestros jóvenes.

Hoy en día una filosofía que no tenga en cuenta la ciencia es un gigante con los pies de barro. No es posible ignorar los avances en la moderna ciencia cognitiva para comprender las pasiones humanas, como el amor o la ira. Como no es posible ignorar las implicaciones del evolucionismo a la hora de entender las conductas sociales y políticas o, sin más, ignorar los hallazgos de la actual física teórica para vislumbrar los entresijos de una cosmovisión genuina. Para el neopositivismo del siglo pasado la metafísica había muerto a manos de la ciencia. Hoy nos encontramos con que está más viva que nunca, y que es precisamente desde la matemática desde donde se construye buena parte de la metafísica de nuestros días.

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Decía Ramón y Cajal –quizás nuestro único genio científico– que al carro de nuestra cultura le faltaba la rueda de la ciencia. Han pasado más de cien años desde entonces y desgraciadamente la frase sigue estando vigente. En estos tiempos de noticias falsas, terraplanismo y conspiranoia, quisiera ver en la imagen de las vacunas llegando en contenedores a nuestro suelo, la epifanía de la razón, el advenimiento de la sensatez, una época nueva que eche a rodar por sí misma con el impulso definitivo de la rueda de la ciencia. Veamos. 

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