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Ruidos prescindibles
AL FRUTO DE LA EMPANADA ·
Antonio Mesamadero
Martes, 16 de julio 2019, 01:29
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AL FRUTO DE LA EMPANADA ·
Antonio Mesamadero
Martes, 16 de julio 2019, 01:29
Dicen que para evitar críticas no hay que hacer nada, decir nada ni ser nada. O sea, no hacer ruido. De toda la vida, una persona que no hacía ruido en la vida era considerada como un ser elevado, mientras que ahora se le ve ( ... abro el diccionario «granaíno») como un «tontico». Llevada la reflexión al mundo de la «alta» política, encontramos que pocos políticos valoran más el segundo plano que el tiempo de exposición a los focos. Digamos que la mayoría necesita del ruido mediático para simbolizar que está vivo.
Pero buceemos un poco por los aborígenes etimológicos de la palabra, que viene del latín rigitus (rígido o sonido ronco y sordo), nombre derivado del verbo rugire (rugir, estar ronco). Bien, pero ruido es un término que se me antoja insuficiente cuando de animales eructantes de dos patas se trata. «Ruidaco» es más apropiado para definir el abanico de ruidos de los que es capaz el género humano en un día de inspiración, y salvo que tengas los «problemillas» de audición de Beethoven o la capacidad extrema de devolver ruido por ruido, estás condenado a sufrirlos en silencio.
Estar peleado con el mundo ayuda también a ser especialmente «porculero» a la hora de emitir sonidos bruscos. Conozco gente que habla tal alto que los camiones me suenan a música de Vivaldi, gente que ya tenía aptitudes cuando comenzó a emitirse Barrio Sésamo, y dentro de éste sus conocidos Grito y Susurro. Personas que hablan a peos, se peen a voces y tienen como meta espiritual reírse guturalmente más fuerte que nadie. Es ese carácter histríónico tan presente en nuestra época y que encuentra su canal de expresión fetén en los sonidos arrieros.
Un día normal en la vida de un granadino puede resumirse así: Se levanta con el rugido del despertador del vecino, eso que se ahorra. Después de ducharse con la voz de Federico Jiménez Losantos retumbando por el «ojopatio», una estampida de niñacos baja por la escalera como búfalos locos rumbo al colegio -o tal vez al corral-. Una vez cerrado el portal con esa suavidad que hace vibrar el edificio, el «granaíno» intuye que ya no hay peligro y baja hasta la parada del autobús, que tal vez no llegue, y si lo hace, lo más probable es que lo anuncie con unos frenos que piden como el comer «Tres en uno». Total, que hasta que este hombrecillo acabe su jornada sufrirá auditivamente más que un hombre escuchando a su suegra cantar reguetón en la ducha.
Los ataques acústicos emborronan nuestra vida privada, porque es imposible concentrate en tu descanso cuando un chimpancé con carné de identidad ejecuta sus saltos en el piso de arriba con su «chimpancesa» y sus «chimpancesillos», y a veces hasta con los abuelos chimpacés. Al final todos sordos, aunque para lo que hay que oír -sobre todo en política-, mejor estar como Doña Rogelia.
No sólo se ha perdido el calor a la hora de hablar, sino que cuando se hace, cualquier dimensión poética de la palabra es atropellada por este ambiente ambiental y emocionalmente ruidoso en el que vivimos. Pero el ruido político me pone aún más de los nervios que el cotidiano, porque es un «runrrún» de pactos, dimes, diretes y por ahí te lo metes (el pacto). Lo triste no es lo vulgar del sonido, sino la sordera que impide ver a nuestros mandamases más allá del interés propio. Mientras tanto, y con la economía bailando a la pata coja «Un pasito p'alante, María, y dos pasitos p'atrás», el ruido de patio de colegio se ha apoderado de la política. Hay recreo para rato.
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