Estamos llegando al final de un curso anómalo, atravesado desde la raíz por una pandemia de esas que la televisión nos mostraba como patrimonio exclusivo ... de países empobrecidos. Hacía más de un siglo que la vieja Europa no sufría una situación similar, con la denominada 'gripe española', pero ahora, en el primer cuarto del siglo XXI, parecía imposible que sociedades desarrolladas, con un importante tejido sanitario, padecieran una situación tan grave. Hemos pasado de la noche a la mañana de la seguridad a la incertidumbre y muchas de nuestras pautas de conducta se han transformado también, provocando que un ser social por naturaleza deviniera en una suerte de eremita para poder sobrevivir. ¿Qué hemos aprendido de esta situación? Casi al inicio de la crisis sanitaria, en un eslogan político muy cuestionado, se presentaba una mirada triunfal. «De esta salimos más fuertes», se decía. Y mentía (o acertaba) al 50%. De una crisis se sale más fuertes o más débiles en función de los pasos que se sigan después. Lo que no cabe es salir igual.
Prefiero ver el vaso medio lleno y apuntar grosso modo al inventario de cuestiones que debiéramos plantearnos como sociedad para prevenir o para atajar con más acierto situaciones futuras de parecida índole: sanidad, tejido industrial, investigación, etc. Todo ello es susceptible de análisis para saber si nuestra atención primaria es la adecuada; si conviene diversificar la oferta productiva para no depender de forma tan gruesa del turismo; si debiera incrementarse el presupuesto en I+D+I... Para todo ello contamos con sesudos expertos que mostrarán la mejor senda por donde conducir los nuevos tiempos y se sumarán al diagnóstico una nueva tipolología de 'profetas' que adivinan lo ya sucedido. Estos últimos, junto a quienes acuden en defensa del vencedor, son dos arquetipos muy desarrollados en sociedades fuertemente asentadas sobre el humus demoscópico que alimenta críticas y ofrece alternativas.
Kant, en el debate moral, proponía tres cuestiones que podemos trasladar a cualquier campo sobre el que queramos actuar, y que en mi caso quiero referir a educación: ¿Qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar? Esta crisis ha supuesto un vaivén a nuestros conocimientos y enfoques y nos obliga a emprender decididamente el estímulo de vocaciones científicas, con especial atención a las mujeres que es donde encontramos una singular carencia histórica. La ciencia se ha mostrado como motor de desarrollo, pero –más aún– como garantía de supervivencia. Dinamizar la dedicación a la ciencia va más allá del prurito intelectual que supone la investigación avanzada y dependemos de ese conocimiento para superar con la mayor prontitud, y con el menor coste humano y social, situaciones como la que aún estamos padeciendo. Nuestros centros educativos, desde el inicio, deben preocuparse por sembrar el germen de la curiosidad investigadora. Ello –además– va a repercutir en el propio país, haciéndolo más próspero. Por otro lado, y de manera paralela al cultivo de la inquietud científica, es preciso alimentar la capacidad crítica. Las verdades científicas, como señalaba Popper, se fortalecen a medida que van superando los obstáculos que le llegan. La ciencia solo se puede refutar desde la propia ciencia. De ahí que el negacionismo que hemos visto en estos tiempos nos conduce a una mentalidad medieval, abandonando lo más genuino humano, su razón, para llevarnos por derroteros mágicos. La escuela debe procurar que el rigor en el análisis se sostenga bajo los pilares que establece el método científico. Evidentemente la educación debe atender otros campos que escapan a esa metodología rígida, porque el ser humano es pasión, proyecto, imaginación…
El abanico curricular es más amplio y diverso, pero no es objeto de esta reflexión. Tampoco entramos en propuestas para vehicular los objetivos: recursos de nuestros centros, ratios, nuevas tecnologías, idiomas, etc. Todo ello, entiendo, es fruto de debate necesario pero también supera el marco que he pretendido diseñar guiado por un virus que nos ha creado una enorme inestabilidad. De igual forma que el mejor discurso 'espontáneo' es el que se prepara media hora antes, la mejor manera de afrontar los retos futuros es prepararse para ello. Y ahí tiene mucho que decir la educación, un permanente simulacro para responder ante las sorpresas que la naturaleza nos depara. Así, además de servir para aderezar discursos políticos, educar se convertiría en el distintivo más valioso de un país.
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