A salto de mata
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No les pedimos una varita mágica para luchas contra el mal; basta con que tengan criterioCovid en el desayuno, almuerzo, merienda y cena. De postre, Covid sobre un lecho de mascarilla crujiente y jarabe de hidrogel. Covid en el 'tuiter', en el 'guasap', en el 'feibu', en la radio y en la tele. Con él me acuesto y con él ... me levanto. Lo confieso: me he convertido en coronavírico empedernido y soy coviadicto. Antes de esta catástrofe que nos invade, era drogodependiente del otoño. Me quedaba embobado viendo el cambio del follaje en los bosques de la Alhambra, o comenzaba a coleccionar fascículos sobre cómo sacarle el rendimiento a los rabos de pasas, las virtudes medicinales de la baba de caracol, o las armas secretas de las potencias del mal. Septiembre, como heraldo del otoño, velaba las tonalidades ambarinas del sol declinante sobre Sierra Elvira para consuelo de viudas y refugio de poetas. Era el mes de reencuentros, vendimias y membrillos, de madrugadas de rock y últimas verbenas. Todavía, se mantienen o reabren exposiciones y ciclos literarios, o se desempolvan los órganos de monasterios, iglesias y auditorios gracias al tesón de Juan María Pedrero. Pero nada que ver con los otros septiembres de colas, abrazos, empujones y risas. A los 'coviadictos' nos está vedado disfrutar del otoño.
En esta rueda absurda de los días, lo de la mascarilla y el hidrogel es lo de menos. No nos quejamos de que aún no haya vacuna. Tampoco de la invasión de místicos iletrados, tarugos, engreídos, arrogantes o mentecatos que pontifican sobre lo invisible y lo desconocido; no son peligrosos, solo hacen daño a los tontos y allá ellos. El hastío que nos ahoga es producto de los bandazos del postillón que no sabe elegir camino para evitar contagios. Llevamos medio año dando tumbos. Perdimos meses funestamente confinados e ilusamente confiados en un misterioso comité de expertos, que resultó ser una trola más del doctor del copia y pega. Lo peor es sentir que nos han tomado por gilipollas y ellos soplan las gaitas.
Ahora hemos entrado en ese bucle cainita de echarse culpas, omisiones y carencias unos a otros. Nadie quiere cargar con los muertos. Esos muertos, todavía calientes, que quieren esconder en los pliegues de la vergüenza y en el arcón del olvido, mientras buscan en las cunetas los huesos de las víctimas del odio. Qué cruel estampa la de esa generación fracasada, que abandona a sus padres y llora a los bisabuelos. Tenemos que hacérnoslo mirar, porque esto no tiene pies ni cabeza. Hemos perdido la hora, el reloj y el calendario. Vivimos, como las liebres, a salto de mata, esperando a ver cómo y por dónde amanece el día. El doctor Simón y Asociados retuercen cifras, sumas y porcentajes para relativizar el desastre. Un comportamiento que el refranero define como «mal de muchos, consuelo de tontos». No se les pide que tengan una varita mágica para luchar contra el mal. Basta con que tengan criterio.
Ante esta deriva hacia el caos, viene a abrir un resquicio de luz ese monumento a la solidaridad con los sanitarios andaluces, que se ha levantado en Granada; unas manos que aplauden, con mármol de Macael, a quienes supieron cumplir sobradamente con su deber. Pero esto es una raya en el agua.
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