Pensaba que lo había visto todo en lo que a autoimportancia se refiere. He presenciado un fanatismo exacerbado en lo que se conoce como el síndrome de la Reina Grimhilde (aka Grima), nutrido por la autoimportancia. He visto cómo, frente al espejo, la vanidad convence ... a muchos de transformar completamente su cuerpo y rostro mediante cirugía, creando un 'corpus artificiale'. He visto cómo la aceptación de ese reflejo en el espejo, esa fórmula de autoimportancia, lleva a dedicar la vida entera a sostener una imagen falsa con el propósito de ser feliz. Todo lo que eligen –el coche, los zapatos, el vestido, el viaje a Tulum y Miami, el perfume, la cena en el restaurante Michelin, la villa de lujo con vistas de fondo de pantalla– es para nutrir el guion de una vida de anuncio.

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He visto cómo dedican las horas del día a postearse y venderse como objetos deseados de consumo en redes sociales, tratando de ser reconocidos, amados y aceptados por un montón de dedos miserables que llenan sus cuentas con likes, shares, followers, como si fueran pienso de silo para animales de granja. El guion les dicta que se sientan inteligentes, jóvenes, comprensivas, sanas, deportistas, actualizadas, competitivas, optimistas y asiduas al yoga. He visto lo cobardes que son sin la supuesta normalidad. Temen todo lo que se sale de ese guion publicitario, de ese anuncio que les inspira el reflejo en el maldito espejo. También he visto el mismo guion para ellos. Horas de gym y anabolizantes, engordando músculo y creando una figura amorfa, bruta y exagerada, fuera de valor estético o ético. Con una necesidad patético-enfática de hacer crecer los trapecios hasta el punto de casi no dejar espacio para un mini cerebro de chorlito (aka Chorli). Un grupúsculo que crece demasiado y que es íntegramente superficial, políticamente conservador, elitista, clasista, esnob, individualista, insolidario, un monigote cuya deseada muerte ha sido anunciada en mil ocasiones. Un cínico que redime al sistema a través de su consumo 'consciente': orgánico, ecofriendly, reusable, fair trade. Además, están convencidos de que la solución a todo problema es la mano dura, el castigo o peor. Que entre inmigrantes y homosexuales el mundo va como va y que la solución es sencilla: votar a Abascal o algún tipo de totalitarismo que represente su 'Chorli' forma de ver el mundo, como Milei, Bukele o Le Pen. He visto cómo su vida es esa necesidad de autoimportancia, pretendiendo ser el más listo, el más guapo y el más rico a cualquier precio, como dicta el guion del neoliberalismo del capitalismo tardío más inhumano y cruel. Un yuppie, es decir, el 'joven urbano y profesional' (young urban professional) con despacho en casa y gentrificador por naturaleza. He visto todo esto. Pero lo que no había visto hasta ahora es lo siguiente.

La otra noche, por asuntos puramente comerciales, quedé con una influencer muy famosa. Sé que si sube a un barco, todos sus seguidores quieren subirse al mismo barco; que si se compra unas bragas, la tienda se queda sin bragas en dos días; y que si se come una paella en tal restaurante, todos quieren ir a ese restaurante y que la gamba esté puesta igual que en la foto que publicó. Tiene la capacidad de poner de moda meterse un dedo en la nariz en los semáforos. Viendo esta capacidad casi divina, esa omnipresencia, ese superpoder, me sentía pequeño e insignificante sobre todo, insignificante a su lado. Cavilaba para mí que, seguramente, la influencer, siendo quien es y teniendo esa facultad, debía contener toda la sabiduría universal. Que para ella hablar de Foucault, Heidegger, Derrida, Kierkegaard, Schopenhauer y, por supuesto, Wittgenstein era agua pasada, pues ya había sintetizado todo su conocimiento, llegando a una profundidad más allá de lo que pudiera hacerlo cualquiera. Seguro que ha llegado a entender algo que incluso ni los mismos intelectuales llegaron a conocer o concluir, algo mucho más elaborado y trascendente, de ahí esa mega capacidad de influir sobre miles de personas. Después de unos minutos intensos para mí, frente a la influencer, decidí que iba a tirar por un argumento donde me sentía cómodo, siguiendo la ley de ser tú mismo, y me atreví con la siguiente pregunta: «¿Qué opinas de Popper?». Ella deja el móvil, me mira reacia, por un instante noto una taquicardia y me espeta: «Yo no me drogo, pero a este seguro que le encanta». Su compañero de enfrente hace un gesto algo neurótico. Y yo no puedo evitar y me echo a reír de manera incontenible y ambos piensan que me estoy riendo porque ella ha acusado a su amigo de tomar drogas. Después, andando de vuelta a casa, mientras digería la comida con nombre y apellidos compuestos, pensaba si esas cuatro palabras, '¿qué opinas de Popper?', son la pregunta simbólica que, una vez respondida, y sobre todo de la manera en que lo han hecho estos advenedizos de la posverdad, podría empezar a dar la razón a Dennis Hopper en Easy Rider: «La hemos cagado».

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