Solemos pensar en una Europa unida desde que en 1951 se constituyera la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, primera semilla para intentar poner ... coto a esa enojosa manía de matarnos esporádicamente unos a otros. Conviene no obstante recordar, tanto más ahora con la extrema derecha francesa encabezando las elecciones europeas, que esa idea germinó a principios del siglo XIX entre quienes conformaban el prestigioso grupo de Coppet –que hasta un adversario ideológico como Stendhal calificó de «Estados Generales de la opinión europea» por la relevancia e influencia de sus componentes–, encabezado por Mme de Staël, cuya frase «Hoy para ser moderno hay que tener espíritu europeo», en tanto que expresión de un fervoroso afán prospectivo, se tiene por el pistoletazo de salida a tamaño proyecto de unificación. Un espíritu altruista inspirado en los valores y derechos humanos nacidos de la Revolución Francesa.
Para contribuir a dicha unidad tuvieron que desarrollar una mentalidad viajera, recorriéndose Europa de cabo a rabo, como hizo la propia Staël –Inglaterra, Alemania, Italia, Francia, Suiza, países nórdicos, Rusia, etc.–, reuniéndose con las mentes más preclaras del momento, estudiando sus respectivas culturas, políticas, paisajes y gentes, para luego intercambiar conocimientos en el castillo de Coppet, sito a orillas del lago Lemán entre Ginebra y Lausana, por entonces cuartel general de lo más granado de la intelectualidad europea (Benjamin Constant, August y Friedrich Schlegel, Wilhelm von Humboldt, Bonstetten, Sismondi, Charles de Villers, Chateaubriand, Byron y un largo etcétera), tal como ocurría con Goethe y Schiller en Weimar, en un periodo crucial de transición de las Luces al romanticismo y de resistencia a la tiranía napoleónica que tenía ensangrentada a toda Europa.
Allí producían o debatían sobre sus obras y cumplían una labor primordial de traducción de autores pasados y presentes, de acuerdo con el anhelo romántico de recuperación de los valores históricos europeos, a la vez que se propiciaban encuentros interreligiosos entre católicos, protestantes, ateos y librepensadores, se teorizaba sobre constitucionalismo y sobre un liberalismo posicionado en la extrema izquierda del arco parlamentario francés de la Restauración de 1814 y, por tanto, inconfundible con ese neoliberalismo salvaje actual. Se luchaba por la conquista de derechos individuales que hoy resultan obvios, así mismo los relativos a la mujer –con una Staël combativa como pocas con su propio ejemplo–, contra la esclavitud vuelta a legalizar por Napoleón en las colonias y, en definitiva, a favor de todo lo que apuntara hacia la instauración de una sociedad moderna y tolerante.
Una Europa soñada cuyo referente económico y faro político era esa Inglaterra hoy penoso país del 'Brexit'; y algo que para ellos suponía una aventura cultural sin parangón, desarrollando una estrategia de conjunción de diferencias que acabarían armonizando en un sistema de valores comunes superpuesto a la geografía física y política. Ciertamente, la unidad europea no era en aquellas fechas, como tampoco lo es ahora, un axioma irrefutable sino una cualidad, un acervo de propiedades que hay que percibir y explicitar cada vez que es cuestionada, como están haciendo ahora no pocos.
La UE designó 2018 Año Europeo del Patrimonio Cultural (EYCH), cuyo lema es «Nuestro Patrimonio, donde el pasado se encuentra con el futuro», y un conjunto de personalidades europeas hicieron de inmediato un llamamiento para que el castillo de Coppet obtenga el sello de Patrimonio Europeo. Este se concede a espacios simbólicos de nuestra historia o relacionados con el proceso de integración europea, se concreta en multitud de actos y celebraciones, y pretende ante todo reconocer su función educativa de acuerdo con nuestros principios y valores.
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