Han llegado los rigores invernales. Tardíos, pero fieros. Hay que encender la calefacción, sin perjuicio de la ventilación suficiente para evitar los contagios. Mi Instituto trocose en cuestión de horas en un pandemónium. Surgieron por doquier expertos en epidemiología que pontificaban sobre ventajas, riesgos y ... medidas sanitarias de aplicación inexcusable. Los pasillos eran un remedo de las estancias que acogieron el Concilio de Bizancio donde se debatió ad nauseam el sexo de los ángeles. No obstante, hubo aspectos positivos. La enseñanza se tornó más cercana. Los profesores adaptaron su docencia a este debate. Matemáticas cambió el viejo problema de la piscina que se llena por uno más acorde con los tiempos, «una vez calculado el volumen del aula y considerando que la puerta está abierta, ¿cuánto tiempo hay que tener abiertas las ventanas para que se renueve el aire?». Los químicos se sumaron de buen grado a la tendencia. Explicaban cómo se formulaba correctamente el CO2, el dióxido de carbono. También en qué proporción la falta de oxígeno era peligrosa. Historia y Biología plantearon en una UDI (Unidad Didáctica Integrada) una actividad interdisciplinar sobre las epidemias y sus causas a lo largo de los siglos. Sin embargo, el problema de la ventilación y la calefacción continuaba irresoluble. Hasta que se apeló al sentido común.
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Ojalá la edad no me hubiera convertido en un escéptico. Simplemente lo constato con hechos. Un ejemplo, creo que el sentido común no existe. En el supuesto de su existencia no habría que apelar a él, porque en una confluencia de pensamiento universal y razonada todo el mundo convendría en la misma conclusión. Es similar a la cabezonería. Cuando dos personas no se ponen de acuerdo, lo importante es ser el primero, «¡qué cabezón eres!». Como si quien acusa no mantuviera su posición inmutable con igual tozudez.
Juzgo que el sentido común es un recurso al que se apela por dos motivos. Entre la gente de a pie para hacer lo que le dé la gana sin respetar normas ni directrices. De no gustarle una decisión postula la presencia del sentido común para suavizar primero y anular después la medida con la que se está disconforme, «podrían eliminar las restricciones para las cenas de Nochebuena. Tenemos sentido común». Con lo cual se llega a reuniones de treinta personas con tendencia a la ebriedad hasta las seis de la mañana. Puro sentido común. Por bandera del raciocinio apelarán a las mascarillas, que acabarán por los suelos, y también a la apertura de las ventanas, las cuales serán cerradas con el relente.
Los gobernantes, por su parte, lo tienen en la bocamanga para ganar bazas en el juego de la propaganda política. Aparecen circunspectos para advertir sobre los peligros de la epidemia. Acobardados ante la impopularidad de lo que tendrían que exigir manifiestan que confían en el sentido común de las buenas gentes.
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Ni el asunto de la calefacción en mi Instituto ni los problemas de España se arreglarán si no asumimos que el sinsentido común campa a sus anchas.
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