De Javier Marías, fallecido a los setenta (poco, para lo que se estila), se ha lamentado lo que Ignacio Camacho, en su necrológica del domingo 11 en ABC, llama «El no Nobel». Un artículo y que comienza con un párrafo luminoso: «El Nobel de Literatura ... no es un campeonato mundial de escritores. Se trata de un galardón que conceden los miembros de una academia conforme a sus criterios, y cuyo prestigio proviene de los nombres que lo han recibido a lo largo del tiempo: han sido ellos, no al revés, los que han forjado la reputación del premio pese a las numerosas ocasiones en que fue concedido con dudoso discernimiento o, como demostró el caso Arnault, con un fondo de corrupción y parcialidad que explica algunos flagrantes desaciertos. A esto hay que sumar la intención de rotar las culturas e idiomas de los receptores y el influjo de las corrientes políticas de moda en cada momento, conjunto de factores de orden interno que explica los frecuentes veredictos polémicos. El Nobel no se gana: toca, como la lotería. Y en su lista de candidatos fallidos o preteridos hay una colección de injusticias que van desde Baroja a Eco, desde Borges a Tolstoi, desde Joyce a Kafka, desde Virginia Woolf… a Javier Marías».
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Y el lunes 12, en el El Mundo, por Manuel Llorente: «El Nobel que no llegó y la pedrea que no quiso». Y es que «el rechazo de Javier Marías al Premio Nacional de Literatura de 2012 se interpretó como un gesto de soberbia, una pincelada más en su retrato altivo y desafiante: en realidad, fue un signo de independencia intelectual y de lealtad hacia su padre, nunca premiado».
¿Qué habría sucedido si Javier Marías hubiese vivido más? ¿La academia sueca habría terminado reconociendo su calidad? Entramos en el terreno de la conjetura.
Los intelectuales arrastran, en la España de hoy, muy mala reputación. Félix Ovejero ha dedicado hace poco un artículo a aquellos que salen en los periódicos: un artículo de esos que ponen los puntos sobre las íes. La mayoría son cortesanos de la peor especie, que doblan la cerviz –se arrastran, sí– ante el politicastro de la más baja estofa: «El panorama de los intelectuales públicos es deprimente: de la complacencia a la cobardía, de la reivindicación vacua del pensamiento crítico al servilismo partidista». Lo suyo es, en suma, dar coba, a ver si a cambio de eso se les termina dispensando alguna gabela.
¿Era Javier así? No. Justo lo contrario. Avizoraba la presencia de un político en varias millas a la redonda y el efecto que le producía era la indisposición: casi salía corriendo. Pero de ahí justamente su fama de altivo, indisociable de su anglofilia y su consiguiente elitismo. Si la mayoría de su gremio se muestran obsequiosos al grado del empalago, de nuestro hombre puede predicarse justo lo contrario: que resultaba arisco, por decirlo con la frecuente palabra de Ortega, maestro de su padre, el inolvidado Don Julián. Se conoce que para los intelectuales resulta difícil dar con el justo medio: pasan de la genuflexión y el servilismo a la patología inversa, la necesidad de distancia, a veces inseparable de lo que significa ser puro y simplemente un arrogante, un autosuficiente. Un creído o incluso un gruñón.
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¿Estamos ante el primero de los ejemplares de esa extraña estirpe? Por supuesto que no. Aparte del citado Baroja (o su sobrino Julio Caro Baroja), o Fernando Fernán Gómez o, en nuestros días, Alejandro Nieto, resulta inevitable acordarse de uno de los nuestros: Francisco Ayala. Nació en 1906 y en 1922, con apenas dieciséis, dejó su ciudad natal, pero el 'genius loci' le acompañó a lo largo de sus ciento tres años de vida.
Ayala (como, por cierto, solo cuatro años más joven, Luis Rosales, puestos a mencionar paisanos) habría podido y debido recibir el Premio Nobel de Literatura, pero la lotería de la que habla Ignacio Camacho no estaba por sonreírle. ¿Fue su endemoniado carácter un obstáculo? Tal vez. Recuerdo cuando, en el centenario, en 2006, se presentó en el Hospital Real el programa de actos –a desplegar durante un par de meses– de su centenario, con él allí presente. El comisario, Luis García Montero, lo expuso todo con detalle, hasta llegar al que habría de ser el acto de clausura. El maestro iba escuchando impávido hasta que, para terminar, uno de los asistentes (y no uno cualquiera: miembro a la sazón del Gobierno de España), le preguntó que cuál de los muchos eventos le hacía más ilusión. A lo que respondió con determinación: «El acto de clausura». Los asistentes tuvimos que hacer un gran esfuerzo para no soltar la carcajada. Llevaba casi ochenta y cinco años fuera de Granada, pero hay rasgos de cuna que no se van nunca. Recuerdo que, más o menos por ese tiempo, o sea, en el verano de 2006, en Madrid, los letrados de las Cortes le ofrecimos una comida de homenaje –era el decano del cuerpo, obviamente–, convocados por el segundo en la jerarquía, un tal Manuel Fraga Iribarne, que pronunció un discurso parecido al que hoy se mantiene sobre Javier Marías: que el homenajeado merece el Premio Nobel de Literatura y que, al no dárselo, quien estaba quedando rematadamente mal es la academia sueca. ¿Fue Ayala, con su carácter nada cobista –esa es la palabra–, responsable de no haber recibido el galardón al que sin duda resultaba acreedor?
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