Yo también fui soldado en Montejaque
carlos asenjo sedao
Viernes, 3 de enero 2020, 22:47
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carlos asenjo sedao
Viernes, 3 de enero 2020, 22:47
Aunque de allí solíamos salir con la estrella de alférez, los meses que permanecimos allí era como simples soldados. O como sargentos sin diferencia con los soldados. Era en aquella serranía de Ronda, la mítica Ronda del Tajo, los Ordóñez, y también de Rainer María ... Rilke, amén del Jalifa misterioso del Protectorado marroquí. La ciudad de referencia y deseada era Ronda, pero el campamento de Milicias de la IPS estaba más allá, debajo de ella, junto al más modesto poblado de Montejaque, con su contrabando encubierto y las escapadas furtivas alguna que otra noche burlando la guardia.
Yo también fui soldado en Montejaque junto a cientos o miles de muchachos más. Soldado de infantería con los 20/22 años, el mono caqui desabotonado ceñido en la cintura por una cuerda a manera de cinturón, grasiento de mugre y sudor, con las alpargatas de lona y el gorro cuartelero. Allí, con el rancho escueto y monótono para un plato de aluminio y una cuchara solitaria, porque al soldado no le cuadran las orgías gastronómicas. Y siempre al lado, como la sombra, el mosquetón, tan pesado ayer, y ahora tan liviano. Y luego los tiros sobre el Muret, y las bombas de anilla, tan inocentes, sobre aquel barranco cual una caja de Pandora. Y con la salida del sol, la diana inmisericorde y exacta, rompedora de sueños felices, frente al temprano silencio en el que no se escuchaba una mosca más allá del miedo de los centinelas novatos en su bautismo armado nocturno bajo las estrellas y la compañía de los perro amorosos. Y las improvisadas luces de candil asistido de aceite escaso. Y las marchas, diurnas y nocturnas, con el toque de generala imprevisto, arrancándote del primer sueño, mosquetón y manta al hombro, hacia cualquier lugar siempre lejano, intrincado y misterioso, a veces con o sin la ayuda de la luna o las estrellas, a veces con la pesada carga de un sol inclemente agosteño que estilizaba todos los tipos. Y al frente el capitán a caballo, adusto, serio, jerárquico. Y todos sin lagrimas ni quejidos, ¡adelante, adelante!, que ya sonará el toque de fajina...
Y luego, al atardecer, envueltos en las canciones de aquella década prodigiosa, todos, todos, a la espera de la carta. Las cartas obviamente podían tener muchas procedencias. Quizá de la familia, del amigo, qué sé yo, pero las cartas, la carta esperada era siempre la de ella, la de la novia, tal vez la de la madrina, una especie de prenovia. ¡Las cartas de las novias!... Cada tarde suavizada por la música de los altavoces, cuando un silencio casi religioso se apoderaba de los soldados sentados en cualquier parte, se producía el milagro, la magia, de la llegada de las cartas. Un silencio mágico porque llegaba el cartero y podía producirse el milagro de trocarse la espera y esperanza en amor real aunque fuera distante. Y desde una pequeña altura para hacerse más visible, el cartero enseguida comenzaba su letanía, –como la lotería–, de los agraciados con una carta que, ¡ay¡ no eran todos. Y los agraciados, con el premio entre sus manos, allá que corrían bajo una encina a leer una, diez, cien veces aquel mensaje mágico venido de allende, escrito por una moza, siempre bella, siempre esperando, siempre fiel, o quizá no; pero era igual...
Y así un día y otro día, toda la sudorosa jornada de mosquetón y teóricas, esperando la hora mágica en que el cartero repartía suerte, amores, promesas, esperanzas. A veces, hasta fotos dedicadas.
Yo también fui soldado en Montejaque. Acomodado en aquellas tiendas de campaña con cubiertas cónicas, charnaques de madera, colchones de borra y las maletas de madera por almohadas. Allí donde compartíamos el espacio circular catorce soldados con algún 'negrero' de mando teórico. Allí, coincidíamos los catorce de la fama, oriundos de Cataluña, Valencia, Murcia y Andalucía... en un compadreo de eruditos de escasos vuelos, pero de solidaridades inquebrantables y patrióticas muy profundas. Allí, en los descansos, se discutía lo mismo de religión que de medicina, de filosofía que de historia. Allí, donde siempre flotaba sin fisura el amor a la patria sin necesidad de constituciones, leyes ni discursos, sólo empujados por la sangre común acaso inyectada hace siglos por una pareja de íberos y celtas en un enlace de aquellos, para toda la vida, y lo que Dios ha unido nunca lo separe el hombre.
Y luego, un día de agosto, la gran fiesta de la Jura. Quién no haya asistido a la Jura en un campamento militar, al menos en este de Montejaque, no sabe lo que es la Patria, la Nación, la Historia, el compromiso de las generaciones para con su tierra. Allí las formaciones en cuadro, geométricas, perfectas, con sus capitanes y comandantes a caballo al frente de compañías y batallones. Allí docenas de bandas musicales alternándose en sus himnos... Aquella Banderita, aquel Soldadito español, aquel Himno de Infantería, aquel Canto a la Legión... Aquella multitud de paisanos, familiares, amigos, deudos arropando la liturgia patria, mientras una Bandera, una sola Bandera, por arte de magia y de un beso, y quizá una lágrima..., lograban transformar a los de fuera y a los de dentro en una sintonía común, solidaria, capaz de dar la vida, si era preciso, por aquella simbología que era el alma y la razón de nuestra tierra, de nuestra Patria.
Yo también fui soldado en Montejaque. Y transcurridos muchos años es de los pocos recuerdos que aún me hacen vibrar en el presente y en la esperanza por una Patria que tanto quisimos todos aquellos soldados, y que a pesar de todo y todos, aún seguimos queriendo, quizá porque recordamos el lamento de Quevedo y sus lágrimas sobre los muros de la Patria mía, nuestra. Y quizá porque yo también fui soldado en Montejaque.
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