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No es lo mismo hablar de sueño que de sueños; es éste un caso en el que el número como accidente gramatical marca el significado ... de una palabra y así, mientras hablamos de sueño en singular y lo referimos al acto de dormir, en plural se refiere a proyectos, ilusiones, esperanzas… e incluso si las dos palabras aparecen en singular, basta decir «tengo sueño» para el primer caso pero, para el segundo, se suele marcar el sustantivo con un determinante: un sueño, el sueño, mi sueño… Cuando tenemos sueño, dormimos y también soñamos de forma inconsciente pero hay otra forma de soñar para la que no es necesario dormir y es cuando soñamos despiertas, es decir, cuando nos lanzamos a imaginar lo que nos gustaría que sucediera y, a menos que sea una quimera, decidimos que esos sueños pueden ser realidad y nos ponemos a trabajar en ellos. Desde luego, son dos cosas perfectamente compatibles e igualmente necesarias: por una parte, buscamos y nos concedemos un sueño reparador, siempre necesario, y por otra, en cualquier lugar y en cualquier momento podemos dar rienda suelta a nuestros sueños. Porque no es cierto que soñar merme la capacidad de vivir, sino todo lo contrario; cuando soñamos vivimos una realidad anticipada, más posible aún si es un sueño soñado por mucha gente, como dice John Lennon; a condición, claro está, de creer en ella y de luchar por hacerla posible.
Personalmente, nunca he creído que las personas soñadoras y visionarias vivan fuera de la realidad y me parece magnífica la imagen de Rosalía de Castro cuando dice de sí misma: «Ahí va la loca soñando, con la eterna primavera de la vida y de los campos» o la de Arthur Rimbaud, armado de una ardiente paciencia, esperando la aurora para entrar en las espléndidas ciudades; por la misma razón, me gusta que William Shakespeare diga, a través de uno de sus personajes, que somos de la misma materia de los sueños e incluso que Virginia Wolf nos advierta que quien nos roba los sueños nos roba la vida.
Los libros están llenos de alusiones a los sueños, de citas que condensan muchos pensamientos sobre la capacidad de imaginar y de soñar, pero no es del monólogo de Segismundo en 'La vida es sueño,' ni de Hamlet debatiéndose entre el morir, el dormir, tal vez soñar, de quien más me estoy acordando en estas noches de verano en las que el termómetro marca una temperatura incompatible con un buen descanso. No son noches para dormir, ni siquiera para soñar; si acaso, para rememorar los veranos de otros tiempos en los que, al calor del día, seguía el fresco de la madrugada, cuando el viento de poniente pintaba el cielo de un azul intenso y las nubes de verano no suponían ninguna amenaza, sino la alegría de aspirar el olor a tierra mojada.
Llevamos años constatando que los veranos son cada vez más largos e intensos y buscamos la comodidad de unos espacios climatizados a medida, a sabiendas –queramos o no- de que nos movemos en el círculo peligroso de más calor, más gasto de energía y más calor; menos árboles, menos lluvia y menos árboles… Porque la Tierra evoluciona y cambia -también en lo que se refiere al clima- pero lo realmente grave es que esos cambios no se midan en miles de años, sino que se perciba de forma tan rápida cómo el calentamiento global acelera el cambio climático.
Dice Machado que entre el vivir y el soñar/ está lo que más importa/ el despertar. Vivir es, naturalmente, poder dormir y descansar y soñar debe ser algo irrenunciable para cualquier ser humano, pero cuando don Antonio señala que lo más importante es despertar, pienso que está apelando a nuestra conciencia y a nuestra capacidad para construir un mundo humano y habitable, en el que quepan nuestro sueño de cada noche y nuestros sueños de cada momento.
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