Tal como fuimos

Mi Papelera ·

Mis momentos más felices de infancia los pasé con mi abuela María, que en parte me crió. Era mi abuela inteligente, bondadosa, culta, elegante, generosa y buena administradora de lo poco que tenía

Adela tarifa

Miércoles, 6 de enero 2021, 23:00

Lo peor de poner la tele es comprobar que sigue azotándonos el virus; que todavía hay familias que pasan en soledad el duelo de sus muertos. Para eso no hay consuelo. Luego viene lo segundo que nos hiela la sangre: lo llaman colas del hambre. ... Es lo que siempre se llamó pobres. Otra cosa es la miseria, que no la vemos más que a distancia, en el llamado Tercer mundo de siempre, y en el nuevo Tercer mundo generado por populistas. Allá donde la palabra libertad se ha borrado del diccionario. Es el caso de Venezuela, por citar uno. Un país rico hasta que llegó la dictadura chavista para implantar igualdad en la pobreza. Allí por no haber no hay ni cifras creíbles de afectados de CV19. A lo mejor es que los van enterrando como si murieran de indigestión. Porque apenas ya habla nadie de sus colas del hambre. Esas colas ahora están en España. ¿Somos el país desarrollado con más hambrientos?. No lo creo. Solo sucedería si fuéramos camino de parecernos a Venezuela.

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Cuentan las ONG que ayudan a los pobres que el perfil de los que van allí a pedir alimentos ha cambiado. Son trabajadores que hasta hace poco vivían dignamente. Muchos hasta salían a comer fuera el domingo. No es que ganaran mucho. Es que vivían al día. No se planteaban ahorrar. Y si a fin de año les sobraba algo, siempre había un capricho que darse. Por ejemplo, cambiar de coche o comprarse una tele quilométrica. Yo he visto casas de familias trabajadoras que tiene un plasma en el salón tres veces más grande que el mío. Les he visto cocinas y cuartos de baño de película. Y he visto colas en la carnicería con encargos de ternera de Ávila. Bueno, cada cual gasta su pasta como le apetece. Ahí no entro. En lo que sí entro es que cuando llegan las vacas flacas, que llegan cada cierto tiempo, nos echen la carga a los que por norma somos ahorradores. Lo cual no quiere decir que no sea partidaria de divertirme.

Soy lúdica por naturaleza. Pero desde que tuve uso de razón aprendí que divertirse y gastar mucho no van siempre unidos. De hecho mis momentos más felices de infancia los pasé con mi abuela María, que en parte me crió. Era mi abuela inteligente, bondadosa, culta, elegante, generosa y buena administradora de lo poco que tenía. Con ella aprendí a cocinar exquisiteces con alimentos del huerto. A divertirme sin gastar nada, a vestir bien sin extravagancia y a ser ecologista, aunque mi abuela no usó nunca tal palabra. En su casa todo tenía utilidad. Allí ningún pobre, de los de antes, que llamó a su puerta se fue con las manos vacías. Y si no llamaba, ya hacia ella por ayudar a quien sabía tenía necesidades. Nadie se enteraba, salvo una niña que vivía con ella, servidora. Era imposible ser desdichado viviendo con mi abuela. Y mira que la vida le dio palos. Jamás dejó de sonreír. Por eso, con una escuela así, ningún mérito tengo si confieso que necesito muy pocas cosas materiales para disfrutar de la vida. Es que mi abuela hasta me llevaba de veraneo a Lanjarón, un balnearios que ella consideraba le iba a quitar sus dolores de huesos. Como otra virtud suya era no quejarse, tampoco supe si aquellas aguas funcionaban; sospecho que no. La gran beneficiada de ese veraneo era yo, que pasaba días de fábula en un pueblo forastero lleno de turistas musulmanes con chilaba, porque ella no era la única en creer que las aguas de Lanjarón hacían milagros.

Meses antes del veraneo, mi abuela empezaba a preparar bolsitas de tela con alimentos no perecederos que íbamos a consumir en la pensión que alquilaba, un dormitorio con derecho a cocina. De hecho allí apenas compraba alguna carne, leche, pan y los buñuelos ensartados en un junco con los que me despertaba a veces para desayunar. Del escuálido presupuesto que durante todo el año destinaba a este veraneo terapéutico, reservaba unas pesetas para que fuéramos alguna noche a cines de verano. Allí vi películas de Joselito y Marisol. También para comprarme un barquillo o unas patatas de cartucho si me bebía todos los vasos de agua que ella mandaba, y para traer a toda la familia un regalillo de los puestos de la carretera. Por la noche la distracción habitual era gratis. Nos sentábamos en la sala baja de estar, en mecedoras de mimbre, a platicar con los demás huéspedes, mientras los críos jugábamos a las chinas, al escondite, o yo bailaba el plato, único juguete que tenía. El fresco de la noche y aquella animada conversación eran una gozada, Nada tiene que envidiar a esas teles gigantescas de nuestros días en salones sin dialogo pero con aire acondicionado a tope, aunque muchas familias no lleguen a fin de mes.

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Cuando miro al pasado me doy cuenta de lo afortunada que fui. Porque en tiempos recios, que diría Santa Teresa, hasta veraneaba sin gastar. Porque tenía una familia maravillosa, aunque no hubiera en casa ni un capricho. Porque tuve una abuela que dio grandes lecciones. Una de ellas fue saber que las vacas gordas son efímeras y que en ese tiempo hay que ser como las hormigas. Porque la vida está hecha de adversidades y pronto se llena el entorno de cigarras hambrientas. Y que Papa- Estado no da nada gratis. Lo que da no es suyo, pero se lo cobra como si lo fuera. Sí, prefiero vivir con austeridad antes que poner la mano a quien para dármela exige una parte de mi libertad. Curiosamente, en estos tiempos tan difíciles, estoy comprobado que las lecciones que aprendí en un pueblo pequeño de Alpujarra también las recuerdan otros paisanos. Algunos de ellos, luchadores y supervivientes ante las dificultades de la vida, me cuentan que se han quedado a pasar la pandemia en la casa del pueblo, aunque no está adaptada a las comodidades invernales que hoy nos parecen irrenunciables. Pero allí viven felices y se sienten libres. Creo que lo llevamos en los genes. Es que a nosotros nos gusta más dar que pedir. Como le pasaba a mi abuela.

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