El teatro de la política
Opinión | La carrera ·
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La actividad política se ha convertido en un enredo de verborreasLa política lleva tiempo subida al escenario. A los políticos les encanta el teatro, las bambalinas, la tramoya, revestirse de saineteros carpetovetónicos. Se enardecen cuando se abre el telón y los focos les siguen. Desean creerse exégetas shakesperianos, pero sobre todo aman la tragedia griega ... donde ellos, los personajes, se mueven en dramática lucha contra los hados del destino, pero sin final. Los políticos no buscan el desenlace escénico. Toda la obra es un diálogo de sordos. Cada cual, cada actor, declama su monólogo, muestra su perfil favorito al público y espera su ovación. La política quiere ser ante todo un espectáculo, un espectáculo chillón, de enfurruñamiento permanente, que sólo sabe del esperpento y de producir emociones espurias en la ciudadanía, tirando por los suelos lo bueno del debate público. Se trata de caricaturizar al adversario, de agraviarlo hasta el ridículo. Tengamos en cuenta que la representación no está dirigida al público de la sala, o sea al ciudadano directamente, sino que está dedicada a los grandes medios de comunicación, a la televisión y a las redes sociales, que son los que dictan cómo es la realidad. Ni el propio Guy Debord, cuando en 1967 publicaba La sociedad del espectáculo, pudo imaginar a qué niveles llegarían tantos y tantos políticos de nuestra época en su lucha por el poder. La actividad política se ha convertido en un enredo de verborreas.
Hoy más que nunca nuestros políticos han rebajado el nivel del discurso político a niveles bajísimos. Mientras, todo vale para ser protagonistas del show. En la política espectáculo la democracia ya no representa el ideal de buscar el consenso, del acuerdo inclusivo, sino que se transforma en una cancha de juego donde sólo hay dos opciones: ganar o perder. No valen los matices. Y como leí hace algún tiempo, creo que fue a Daniél Capó «la democracia deja de ser entonces un instrumento de paz para convertirse en una narrativa del aplastamiento». Y en España somos demasiado fanáticos y nos aborregamos en seguida, lo que nos lleva a un frentismo permanente. Ahora que conmemoramos los 80 años del fallecimiento de Antonio Machado, viene bien recordar esos versos que dejan reflejadas estas actitudes cerriles tan nuestra: «de diez cabezas, nueve/embisten y una piensa». Estamos en pleno auge de la Política-espectáculo. Nadie se libra de esos tics más propios de los que persiguen provocar impactos que producir efectos.
La política española ha dicho adiós a los valores de la Transición para recrearse en las trincheras de la peor ficción bélica. Los populistas utilizan fuego artillero para destruir el fondo de lo que supone el parlamentarismo. La hidra sólo escupe veneno que ensucia el buen discurrir de las instituciones, mientras, abajo, en la platea, la ciudadanía se queda con la boca abierta a la espera de que cada clá le llame al aplauso. Más que seguidores, partidarios, se buscan forofos, acólitos. Los partidos nos llaman a la danza del bandismo, y alguno incluso a la hermenéutica de su mesianismo que poco menos lleva a adorar o a abominar. Nos entretenemos con las puestas en escena, con los juegos de palabras, con ese birlibirloque del engaño trilero, con la pantomima de los agravios. Al crearse un espectáculo de conflicto, se reúne apoyo público para los líderes y para los intereses que ellos representan. El politólogo Giovanni Sartori, que trabaja escribió sobre la manera en que la conciencia de los hombres es determinada por su ser social, expresa «que el ser humano se ha vuelto estúpido». En su libro 'Homo videns. La sociedad teledirigida', dice: «El homo sapiens, un ser caracterizado por el logos, por la palabra, por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira sin pensar, que ve sin entender. La política transformada en espectáculo, favorece juicios que procuran persuadir, emocionar, sin análisis profundo». La política ha experimentado una gran banalización y las sacudidas mediáticas cobran más importancia que el conocimiento, los programas, y las ideas. Mientras, los problemas no se resuelven, sino que se arr-inconan, se enquistan, sobrepasados por el juicio inmediato de una indignación teatralizada.
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