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Bajando por el paseo central del cementerio de San José, después de haber enterrado a nuestro compañero Rafael Gómez Montero, acordé con Melchor Saiz Pardo que con lo tiquismiquis que somos los periodistas para estas cosas, deberíamos encargar a quién escogiéramos la redacción de nuestro ... obituario, que una vez escrito, nos lo pasara para rectificar o añadir lo que fuera de nuestro gusto, y así perfeccionar al límite lo que queda para la posteridad concerniente a nosotros en las hemerotecas, con la satisfacción de haberle dado en vida nuestro visto bueno. Porque luego, desde el otro mundo puede que nos guste o no lo que dicen de nosotros, o igual consideramos que no refleja en su totalidad nuestro paso por este valle de lágrimas. La única pega que se nos presentaba en ese momento es que, el designado para tan alto menester, falleciera antes que nosotros, con lo cual había que confeccionar una lista de suplentes, que en caso de fallecimiento fueran corriendo el turno.
El caso es que la muerte de Manuel Ocón Rojas nos ha sorprendido tanto que no hubo tiempo de poner el mecanismo en marcha, y esto ha quedado a la voluntad de los dolientes. Para Manolo ya hay quien pide placas, calles y estatua en parque público, pese a que en su velatorio e incineración comprobé personalmente ausencias clamorosas de una parte de la Granada cofrade, coincidente con la que más golpes de pecho se da en estas ocasiones. Pero sería un error clamoroso reducir la trayectoria de Ocón Rojas a la Semana Santa. Su militancia en la hermandad alhambreña, la Concha, el Nazareno, Amargura o tres Caídas, y su colaboración con tantas otras solo son una parte de su vida, en la que también hay que encajar su actividad belenística, culminada con la representación de La Pasión de Cristo, realizada a ese modo con figuras exclusivas del gran Manuel Collado, alumno del mismísimo Mariscal, autor de barros inolvidable e irrepetibles en la más añeja tradición granadina.
Con la marcha de Manolo se nos va también un lector infatigable, autor de varias obras sobre nuestra historia, costumbres y tradiciones, sobre todo un aficionado cabal al flamenco, de profundos y extensos conocimientos sobre los cantes, como ya dejó patente en su vinculación a la peña La Platería. Somos pocos los que hemos tenido la suerte de, en 'petit comité', oírle ejecutar una serie de palos del flamenco ajustados a los cánones ortodoxos de nuestro arte gitano andaluz. Memorable fue aquella tarde en el salón de mi casa con Enrique Morente, en la que ambos nos deleitaron con un hacer exquisito, y de la que yo saqué la idea para inaugurar las actividades de la Cátedra de Flamenco de Mariquilla en nuestra Universidad, con una conferencia sobre 'Los cantes olvidados', esos que no suelen hacerse en festivales ni grabarse en discos, y que ilustró con su hacer el propio Enrique, en el salón de Caballeros XXIV de La Madraza, acompañado a la guitarra de Montoyita y Paquito Cortés. Alguien dijo en el velatorio que al irse en estas fechas, ya estará montando el belén –como diría Benítez Carrasco– en la Gloria, junto a sus mejores colaboradores, Jesús Luque y José Carranza, 'el Willy'.
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