Los juicios sobre las personas son siempre subjetivos, pero tal vez no se equivoque uno si constata que (cada quien en su estilo) Inés Arrimadas, Cayetana Álvarez de Toledo y Manuel Valls tienen mucha valía y que merecen suerte en sus empeños barceloneses.
Cayetana es otra cosa. Francesa por su padre, argentina por su madre, inglesa por su educación y madrileña por vida y milagros, presenta una formación intelectual que apabullaría a cualquiera. Casi incluso podría decirse prescindiendo del condicional: apabulla, de hecho. Es de esas personas que no tiene que esforzarse nada en marcar distancias con sus interlocutores, cualquiera que sea la ideología de estos últimos. Con razón se ahogaba en el mediocre PP de Rajoy y Soraya: a la mujer le faltaba el oxígeno.
Y en tercer lugar está Manuel Valls, el único nacido en Barcelona pero, vistas las cosas desde fuera, un francés (y un parisino) de una pieza, casi tanto como lo han sido un Yves Montand (venido al mundo en Italia como Ivo Lilli), una Sylvie Vartan (de Bulgaria, nada menos) o nuestro Jorge Semprún, inolvidado aun varios años después de su muerte. La ciudad natal de Valls, capital del mediterráneo occidental (y quizá del mediterráneo sin apellidos), es hoy poco más que un pueblo de turistas de bajísimo nivel y comercio aldeano –si los clientes son mochileros, los tenderos, los botiguers que conforman la base social del independentismo, no van a hacer caja por buenos que sean sus productos–, sin que nadie, salvo él mismo, muestre tanta determinación (y tantas ideas, para empezar por lo principal) para sacarla del hoyo.
Tres personas, en efecto, distintas, o incluso muy distintas, por su origen geográfico, su bagaje académico y su estilo vital. Pero, al menos en mi opinión, muy por encima de la media y que merecen ser apoyadas en lo que se ofrezca. El empeño (recuperar Cataluña para la civilización y la racionalidad, liberándola del desvarío cognitivo que la atenaza) se muestra arduo y todo esfuerzo es poco.
Pero tres personas con un punto en común: ninguna de ellas es catalana. La cantera local se encuentra agotada, exhausta: diríase una sociedad narcotizada, como si hubiese sido bombardeada con Napalm y la gente hubiese perdido su capacidad discursiva. Y no sólo para la vida política. Cuando un grupo humano está agonizando (es amarillento más que propiamente grisáceo: el color de los lazos se encuentra bien elegido), le sucede (con las excepciones de rigor: esta o aquella empresa y tal o cual instituto universitario) a todos los efectos. Necesita, sí, que le vengan a redimir desde el exterior, al modo de lo que sucede con las personas con dependencia física. Carece de fuerza por sí misma –la famosa sociedad civil, con su tejido asociativo y sus jocs florales, se ha evaporado– y así no cabe no ya independencia, sino ni tan siquiera autonomía alguna.
Lo más chistoso de todo es que entre los propios catalanes los ha habido que, hace muchos años, así lo vieron. Nada menos que el mismísimo Cambó, aunque con la peculiaridad de que entendía que lo único para lo que sus paisanos no estaban dotados era la gestión pública: un visionario, que, al modo de las plagas bíblicas que se anunciaban con tanto tiempo, intuyó que acabarían llegando Puigdemont y Torra. Y, por supuesto, la Colau, otro producto con Denominación de Origen. Tres ejemplares firmados, sí. Y (lo peor de todo) representativos, al modo como un Orban, guste o no, no constituye sino un espejo de la desdichada sociedad húngara.
Hoy, un siglo más tarde, y tras 40 años de autogobierno, probablemente el veredicto de desaprobación lo formularía don Francesc con un alcance más amplio. Y, es de temer, sin discriminación de credos ideológicos o sectores sociales.
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