¿Negociar con la estupidez?

Hay como un beneplácito generalizado en aceptar sin sonrojo el voluntarismo totalitario del consenso, por el simple hecho de que es de la mayoría

Ubaldo Gutiérrez Martínez

Domingo, 1 de octubre 2023, 22:49

Buscar un cómo articular la convivencia es responsabilidad de todos; por eso parece de sentido común afirmar que «lo que atañe a todos, por todos debe ser decidido». Y este es el punto de partida para hacer de la política el campo de lo negociable: ... un campo ilimitado porque todo es susceptible de ser negociado, de ser consensuado. Ser demócrata es recurrir al consenso. Ahora bien, realmente ¿es todo negociable en política? La política es la misma negociación, pero ¿la razón política es el consenso? Se apela muchas veces a la razón para decir cosas muy razonables que, sin embargo, son asumidas como tópicos. Pretendiendo evitarlos, inventamos prejuicios, y los aceptamos sin el más mínimo análisis. En política, ese de poder negociarlo todo, acaso sea el más extendido. Urge pues ser un poco cartesianos con él, porque tal vez no sea ni tan razonable, ni desde luego tan evidente.

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Primero: decir que todo es negociable es transigir con la estupidez. Y la estupidez no se negocia, porque es negociar con la verdad. Y no hablo aquí de valores, o de ética, o de verdades a las que alguien podría objetar: ¿dónde están? Hablo de algo parecido al honor y a la ingenuidad. La convivencia es una apuesta por el respeto a la norma de prohibir la mentira; una apuesta por la confianza. Y si la confianza se negocia estaríamos planteando una forma estúpida y absurda de convivir.

Segundo: conviene buscar colectivamente la verdad práctica del convivir, pero sujetar la verdad a la brida del consenso es algo bien distinto. El consenso siempre soporta mejor la falacia que la verdad, porque ella no depende del voluntarismo de uno, ni del de todos. No es negociable expulsar a Sócrates por muy abultado que fuera entonces el consenso. Y llegar, por ejemplo, a declarar, a golpe de decreto negociado, qué cuadros se han de pintar o qué música componer, no sería refinar la política sino convertirla en algo aberrante.

Tercero: decir que todo es negociable es reconocer que el peligro para la política no está fuera de ella, sino dentro. No radica en la tan temida y extendida tecnificación. El enemigo auténtico está dentro de sus límites, en su esfera. Si la política es negociar todo, entonces el mismo consenso puede convertirse en su verdugo: podríamos negociar hasta la elección de un dictador. Podríamos negociar no invadir Alaska, pero también lo contrario, o incluso acabar con las ballenas.

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Hay como un beneplácito generalizado en aceptar sin sonrojo el voluntarismo totalitario del consenso, por el simple hecho de que es de la mayoría. Pero es igual de totalitario, e incluso más firme y demoledor; precisamente porque sabe esconder en la piel de gato de la mayoría, el colmillo de león de la intransigencia. El totalitarismo elaborado por todos no dejará de serlo por la ridícula coartada de estar legitimado en el consenso.

Cuarto: decir que todo es negociable supone eliminar la privacidad, precisamente allí donde somos más libres. Todo lo que el hombre hace, absolutamente todo, repercute en los demás. Desde el cigarrillo que nos fumamos en la intimidad pero acaba enturbiando la atmósfera, hasta el cinturón de seguridad que rechazamos ponernos, o lo amables que seamos con el portero. Si todo lo que atañe a todos debe ser regulado por todos, se acabará por negociar hasta las dosis de amabilidad.

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Quinto: decir que todo es negociable, implica que lo es también esa misma afirmación. Con lo cual, en virtud del acuerdo al que ella se remite, podría dejar de tener validez, si así se decide por mayoría. La razón, que instauraba el consenso como el más razonable modo de hacer política, hinca ahora la rodilla ante él y le rinde pleitesía como a un nuevo Leviathan al que se ha entregado. En política, ser razonable exige ser razonablemente razonador; si no, puede ser peligroso.

En el fondo, no acotar el ámbito de lo negociable es una declaración de incapacidad por parte de la política. Como si tuviera complejos por su indeterminación y quisiera hacerse científica, otorgándose una ficticia seguridad con ese poder para fabricar verdades. Pero el convivir no se encaja en fórmulas, ni es la política una ciencia. Al consenso no se le pueden atribuir unas facultades que le exceden. Pero es que, además, no restringir el ámbito de lo negociable supone también hacer del consenso un nuevo y peligroso fantoche que, aunque no lleva uniforme y bigotito, es capaz de usurpar y ejercer el poder de la forma más rotunda y arbitraria. No es la democracia un fin; no se justifican las decisiones políticas por ser solo democráticas, ni resultan injustificables porque sean rechazadas por la mayoría. Los consensos, todos, suelen autodotarse de esa arrogancia torpe que ostentan los poseedores de la verdad cuando, incapaces de esgrimir argumentos serios, recurren al poder de la mayoría. Sin embargo, permitir o prohibir son verbos cuya conjugación no está al alcance de los números. Aunque esta idea habría que expresarla mejor en condicional, porque muchas veces sí es cierto que los números conjugan esos verbos sin contemplaciones. Entonces uno puede pasar por dogmático e intransigente si afirma, por ejemplo, que hay opiniones razonablemente intolerables, o que la tolerancia no consiste en declarar equivalentes todas las opiniones. Y es que las mayorías pueden anular a la misma tolerancia en una sociedad; en ese punto alguien ya no se atreve, deseando ser tolerante, a manifestar una opinión firme sobre alguna cuestión, por temor a molestar al consenso, por temor a la descalificadora mirada de los números. Confundir democracia con libertad es algo profundamente aburrido; y eso es peligroso, porque el aburrimiento y la estupidez envilecen y entontecen.

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