Un par de versículos del Antiguo Testamento le bastan al creyente para explicar el origen del universo, y otros tres para disipar de éste el caos, la confusión y la oscuridad.
Para los cosmólogos, en cambio, la cosa se demoró un poco más. Según sus ... cábalas, el universo empezó a formarse hace 13.700 millones de años, mes arriba mes abajo. Durante 200 millones de años, ese universo recién nacido se mantuvo en completa oscuridad.
A la colosal explosión inicial del Big-Bang siguió una edad de tinieblas que perduró hasta que polvorientas concentraciones de gas encendieron las primeras estrellas.
Las enciclopedias, las películas y la historia oficial, relatan que Thomas Alva Edison inventó la luz de nuestros días. La luz no es un invento humano. Siempre ha estado ahí, como la gravedad. Todas las leyes de la naturaleza que conocemos, o conoceremos algún día, ya están sobre la Tierra, ocultas, aguardando una mirada aguda y atenta que las revele y descubra para los demás.
La luz que nos disipa hoy la oscuridad, no nació un día de otoño en un taller de Nueva Jersey, tal como escapa una paloma del sombrero de un mago. La bombilla incandescente que Edison perfeccionó y patentó, se hizo realidad porque éste se apoyó en no menos de 22 trabajos previos desarrollados por otras personalidades de ingenio y curiosidad.
Lejos de la primera estrella y de siglos de descubrimientos, la generación, distribución y comercialización de la energía es hoy un sector estratégico y jugoso, ya advertido en su época por un sagaz hombre de negocios como era Edison, quien no cejó de pleitear hasta el último de sus días por patentes y contra rivales que afectaran a los beneficios de sus inventos y de sus empresas.
Al calor de las políticas neoliberales impulsadas por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, países europeos como España iniciaron a mediados de los años 80 un proceso de privatización de la mayor parte de las grandes empresas públicas. Abandonaron el dogma de servicio público por el de rentabilidad. Total, o parcialmente, el expolio se fue consumando aquí por los dos grandes partidos que nos han gobernado desde el fin de la dictadura.
Endesa, la empresa dominante en el sector eléctrico, hoy en manos italianas, ha sido una de las muchas vendidas, o subastadas, al mejor postor, o a quien más convenía políticamente.
Desde el primer desguace nacional, la especulación bursátil con la energía ha provocado una constante y feroz subida de la factura eléctrica. Sin un sólido amparo estatal (juez y parte en muchos casos), el ciudadano queda desvalido frente al abuso de los oligopolios.
Aquella primera luz inmaculada, derramándose generosamente por toda la creación, es hoy una mercancía de ávidos financieros, un negocio lucrativo en el que políticos y empresarios viven amancebados. Los mismos gobernantes que dictan y regulan las leyes para el sector energético, reciben de él sueldos de escándalo al final de sus mandatos públicos. Es inevitable el recelo, y preguntarse si, como políticos, aprobaron sus leyes pensando únicamente en el interés general.
Todos los partidos que han ejercido tareas de gobierno, prometieron soluciones a estos desmanes. Acabar con la dictadura de las poderosas multinacionales. Librarnos de la asfixia de sus precios. Poner orden y mesura en estos bienes de primera necesidad.
Pero la hiriente realidad es que, desde el inicio de la democracia, tres presidentes de Gobierno (Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González y José María Aznar), más de 20 ministros de PSOE y PP, e incontables secretarios de Estado, han terminado a sueldo de las eléctricas y empresas del sector. Red Eléctrica de España, Naturgy, Endesa, Enagás, Iberdrola o Abengoa los han acogido a todos ellos en sus maternales y rumbosos brazos.
Mientras quienes debían protegernos de la intemperie son premiados con nóminas de seis cifras, otros tiritan en invierno y se recuecen en verano en sus hogares porque no les alcanza ni el bono social ni el sueldo mínimo vital ni el subsidio de desempleo ni las oraciones de la Iglesia para el pago del recibo de la luz.
El artículo 128.1 de la Constitución establece que «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general».
Un salmo. Papel mojado frente a un capitalismo que privatiza las ganancias y socializa las pérdidas.
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