Con los nuevos tiempos han vuelto las grandes certezas: fanáticos independentistas acosando al discrepante, aspiraciones de aire revolucionario que prometen paraísos, el convencimiento de que ... haciendo lo contrario que los otros todo saldrá bien, introduciendo cambios irreversibles.
Volvemos al punto de partida, a los grandes ideales de las postrimerías del franquismo. Tras la transición las ideologías perdieron rotundidad. El asentamiento de la convivencia constitucional llevó al pragmatismo, a la superación de las utopías sobre las que se había construido nuestra imagen del mundo.
Fue una suerte: la creencia en las quimeras ha sido una lacra de nuestra historia, la aspiración a la utopía en la que por ensalmo desaparecerán tensiones, sea el mundo de los creyentes sin infieles, el de las homogeneidades étnicas o culturales, el paraíso obrero tras la revolución o el mundo feliz de las filas bien formadas por exaltados dispuestos a derramarlo todo por su sueño de orden.
Nuestra cultura se ha construido sobre las utopías, con resultados lamentables. Nunca ha funcionado ninguna de las que ha concebido algún pensador iluminado; y han llevado a grandes desastres. Lo que no impide que sigamos teniendo fe en las utopías. Que todo salió mal por la culpa de Stalin o de los herejes que se resistían a creer, no de la doctrina.
En vísperas de la transición podían las grandes certezas, la creencia en liberaciones sociales y nacionales. En tal esquema el pluralismo serviría para traer la democracia obrera o las libertades nacionales; fusionadas por las fuerzas de progreso que conseguirían la felicidad de los pueblos.
El esquema no funcionó y las ideas-fuerza dieron paso al pensamiento débil.
Fue una dicha pasajera. Volvieron desde que llegó el siglo XXI. Ya que no había paraíso al alcance de la mano, los líderes patrios dieron con el resorte que hace las veces, la división entre nosotros/ellos, la ruptura imaginaria de la sociedad. Primero llegó el «todo por la Constitución», buscando y señalando al más remiso. Después vino la memoria histórica para que perduraran las rupturas sociales de hace ochenta años. Y, mientras, el derecho a decidir, para que la mitad de los vascos y de los catalanes no se hablase con la otra mitad.
Las crispaciones fueron ocupándolo todo, pasada la época en la que se pensó que la convivencia y el respeto al otro constituyen en sí mismos valores sociales.
Con la llegada de la crisis, rebrotaron sin freno las utopías, la idea de que las ideologías puras nos devolverán golpe y porrazo la alegría. La utopía no sólo describe el mundo feliz sino que señala el camino: relegar al que no la comparte. Triunfa el anticapitalismo como alternativa; la independencia como culmen de la felicidad social, un mundo solo catalán; las novedades por el centro o centro derecha aspirando a regenerarnos sin dejar títere ni cabeza.
El regreso de la utopía nos devuelve al pensamiento fuerte, según el cual hay salvación y de ella se encargarán nuestros prohombres. Así que la clave son de pronto el grado de radicalidad de Vox y si el PP lo imita y cuánto; las grandes visiones de Podemos y su revolucionarismo tuit; Ciudadanos regenerando por un lado y el contrario, siempre con prisas; a Sánchez triunfador con lemas rotundos pero tautológicos, no es no, sí es sí.
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