Vacaciones en familia (I)
Puerta Real ·
«La vida para él había sido una carrera de obstáculos y ahora no iba a cambiar el viento»Secciones
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«La vida para él había sido una carrera de obstáculos y ahora no iba a cambiar el viento»El jueves día uno, antes de las doce ya estaban en el Paseo, sentados en la terraza del bar convenido para recoger las llaves. Tuvieron que esperar a la dueña cerca de una hora. Llegó sudando y maldiciendo a los anteriores ocupantes que lo habían ... dejado todo hecho un asco. Les contó que llevaba desde las ocho de la mañana fregando y quitando mugre. «Con decirles que hasta preservativos usados he sacado de debajo de la cama, se lo digo todo. Y del baño ni les cuento, pero no se preocupen, que ahora está la casa como los chorros del oro. Ustedes no tiene la culpa de que haya gente guarra», concluyó y trocó de inmediato el mal genio en sonrisas. Hubo besos y apretones de manos mientras aseguraba que en la misma cara se veía que ellos sí eran buena gente -y decente, por supuesto-, no como los otros. Subió para enseñarles dónde estaba el cuadro eléctrico y cómo había que cerrar la puerta de la terraza porque tenía holgura y solía abrirse al menor soplo de aire, pero poniéndole un cartón doblado por debajo quedaba bien sujeta. Ya en la puerta se volvió: «¡Huy! Casi se me olvida. El acondicionador del aire no funciona. No sé que le habrán podido hacer estos indinos. Ya he llamado al técnico. Vendrá esta misma tarde». Y se marchó.
Al hombre, que llevaba tiempo con la mosca detrás de la oreja, se le encendió el pilotillo rojo en el cacumen. Barruntaba que esto no iba a acabar bien. Y mira que le había puesto ilusión la criatura, porque en los últimos seis años le había sido imposible coger las vacaciones en agosto, pero esta vez sí. Apartamento en primera línea de playa, tres habitaciones, salón-comedor, cocina, baño y amplia terraza. Estaba de Dios que era para ellos. Se había dejado convencer por la empleada de la agencia y entregó la cantidad convenida como señal. Por fin iba a disfrutar las vacaciones en el mes que él quería y en familia los cuatro solos: ellos y los niños.
La dicha le duró menos que un viaje en la LAC. La sensación de bienestar se esfumó esa misma noche durante la cena cuando la mujer le dijo que se le partía el alma solo de pensar que su pobre madre iba a quedarse sola. Porque bien sabía él que era la única inquilina de aquel edificio que lo habían reconvertido los dueños en apartamentos turísticos. Luego, bajando los ojos, musitó que no se lo perdonaría nunca si llegaba a pasarle algo y no tenía ninguna vecina conocida de quien echar mano. Ni siquiera disponía del botón de ayuda que les habían prometido en los servicios de la Junta... Siguió hablando pero él ya solo sentía como un martilleo de fondo, una perorata trufada de gemidos. Sabía que no había marcha atrás, le acarició la mano para que dejara de hipar y aceptó que la suegra se incorporara a la tribu. Los dos niños dormirían en la misma habitación y asunto solucionado. Pero las vacaciones solo con los hijos, las verdaderas vacaciones familiares que llevaba meses imaginando pasaron al cajón de los sueños rotos. Total, la vida para él había sido una carrera de obstáculos y ahora no iba a cambiar el viento. «Las cosas, cuando no empiezan bien, acaban peor», se decía para sus adentros si venían mal dadas.
El jueves a las nueve ya estaba su suegra en la esquina de Enriqueta Lozano con un maletón inmenso, un neceser lleno de cremas antiarrugas y la jaula del canario. Hubo que sacar todo del maletero para reacomodar los bultos. El pájaro y su jaula los llevaría ella encima. Una inoportuna necesidad perentoria de la buena mujer les obligó a buscar una gasolinera a la altura de Dúrcal para que fuera al baño. No hubo más tropiezos en el resto del camino y ahora estaban, por fin, en el apartamento deseado. Los muebles eran los que se veían en las fotos que les mostraron en la agencia, aunque el sofá estaba más vencido, como de haber pateado encima, y dos de las seis sillas estaban desencoladas, pero por lo demás parecía que el resto se ajustaba a lo esperado. Al deshacer las maletas surgió otro pequeño contratiempo: no habían dejado ni una sola percha en los armarios.
Los primeros compases de una marcha fúnebre se fueron abriendo paso en su cerebro y para no comenzar a despotricar, se fue hacia la terraza -cuya puerta se había abierto sola pese al cartón que puso la dueña-, para relajarse con la vista multicolor de las sombrillas en la playa. Se volvió y preguntó a la suegra si le apetecía llevarse a los niños para el primer chapuzón del verano. Sofocada y resignada, con la sombrilla en bandolera, tomó a los pequeños de la mano y se marchó sin decir palabra. Estaba claro que no le había gustado la sugerencia. Se asomó a la barandilla por verlos salir y en ese instante el aire roló a poniente y una inmensa tufarada de humo se coló como otro huésped más hasta el fondo de los armarios impregnando la ropa con el aroma de los espetos que estaban preparando en el chiringuito de enfrente. No le dio tiempo a ver por dónde iban la suegra y los niños porque una nube se sangre roja se le vino a los ojos. Al intentar volver al interior con la vista turbia tropezó en la mesa de la terraza y se dio un costalazo de padre y muy señor mío. Solo habían transcurrido dos horas desde su llegada.
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